martes, septiembre 12, 2006

Los hombres de Riego



Fernando VII ha pasado a la historia como el peor de los reyes que ha tenido España, no por su forma de gobernar -que también-, sino por su traiciones y su mala calaña. La lista de víctimas es larga: la encabeza su propio padre, Carlos IV, y en ella podemos encontrar a aquellos que le apoyaron en su conspiración para hacerse con el trono y a quienes acabó delatando; a los liberales que habían derramando su sangre contra los franceses para que él -«El Deseado»- se sentase en el trono patrio; a las potencias extranjeras que le habían ayudado a recuperarlo años después y, en fin, a todos sus súbditos, a los que engañó jurando la Constitución de Cádiz para prohibirla más tarde. Y aún tuvo tiempo antes de morir de dejarnos como herencia una guerra civil cuyas secuelas duraron más de siglo y medio. Hoy vamos a recordar desde aquí a tres personajes de las Cuencas que dedicaron su juventud a luchar para que él volviese a reinar en España y su madurez a escapar de la persecución con la que les pagó por sus ideas liberales. Son Antonio Posada Rubín de Celis, allerano; Bernardo Valdés Hevia y Argüelles, lavianés, y Francisco Baqueros Fernández, lenense. El primero tuvo más suerte y llegó a ser arzobispo, los otros dos eran militares y vieron truncadas sus carreras por defender a la Constitución de Cádiz. A pesar de los años transcurridos, ellos también forman parte de la peripecia histórica de esta tierra. Situémonos en el mes de mayo de 1808. los franceses ocupan Madrid y se llevan a la familia real, allí ya están el rey Carlos IV y su hijo Fernando, el Príncipe de Asturias, pero el pueblo reacciona para detener la marcha de los últimos infantes y armado con todo aquello que pueda servir para el ataque se enfrenta al invasor: la Guerra de la Independencia ha comenzado. En la capital se encontraba en aquel momento Antonio Posada Rubín de Celis, un prestigioso predicador de 40 años, vecino de Soto de Aller, que aprovechó su púlpito de la colegiata de San Isidro, donde era presidente de la Academia de Ciencias Eclesiásticas, para llamar a los patriotas a la resistencia (no sabía que Fernando VII prohibiría más tarde esta congregación). Entre tanto, por todo el país se iban formando milicias de voluntarios y en ellas se integraron los otros dos protagonistas de hoy. En Pola de Lena Francisco Baqueros Fernández, que entonces tenía 20 años, se sumó a las tropas que iban a combatir en Balmaseda (Vizcaya) y Espinosa de los Monteros (Burgos), dos derrotas que le sirvieron para aprender y seguir luchando como oficial en Galicia, Santander, Asturias y León. Por su parte, Bernardo Valdés Hevia, nacido en Laviana en 1777, pudo organizar a sus expensas en el mismo mes de mayo una partida de 315 hombres que integró en el regimiento Covadonga para recorrer con ellos León y Valladolid. Precisamente una de sus primeras misiones fue la de reorganizar a las tropas afectadas por los desastres en los que había participado Francisco Baqueros. El del Nalón destacó pronto por su valor luchando sin cesar por todo el Norte y combatió en 1811 en Torrelavega a las órdenes de Juan Díaz Porlier, «El Marquesito»É hasta que el escorbuto le obligó a buscar la salud en su pueblo natal. Cuando llegó la paz, el destino de los tres siguió diferentes caminos hasta que el alzamiento de Rafael de Riego en 1820 volvió a unirlos en la misma lucha. El rebelde de Tineo, necesitando el apoyo de eclesiásticos progresistas para su causa, nombró a Rubín de Celis consejero de Estado y de paso le propuso para el Obispado de Cartagena y el Papa Pío VII, informado de su prestigio, accedió a la petición -la única que aceptó entre las cinco que llegaron al Vaticano desde España. Tras la ejecución de Riego en 1823, Rubín de Celis volvió a ser perseguido por haber colaborado con el Gobierno liberal y su conducta fue calificada de escandalosa por la jerarquía, así que tuvo que dimitir y exiliarse en Roma y Francia. Por fin pudo acogerse a la amnistía de María Cristina y siguió su brillante carrera política y religiosa teniendo, entre otros, los cargos de procurador y obispo de Murcia, prócer y senador vitalicio por la provincia de Oviedo y, por último, arzobispo de Valencia y Toledo y patriarca de las Indias. En Soto de Aller aún puede verse el gran palacio que construyó y que luego pasó a manos del marqués de San Feliz. Antonio Posada Rubín de Celis nunca llegó a estrenarlo y en el Museo Arqueológico Provincial se exhibe el escudo con sus armas que estaba destinado a aquella fachada. Por cierto, en el expediente que se conserva en el archivo del Senado se comunica su muerte el 22 de noviembre de 1851 y no de 1853, como figura en sus reseñas biográficas. En cuanto a Bernardo Valdés Hevia, al que por sus ideas se le había reducido la paga al mínimo en 1816, volvió también a la actividad apoyando a Riego y llegó a teniente coronel destacando en los combates contra las partidas absolutistas que campaban por el sur de Asturias. Como sus compañeros también cayó en desgracia con el triunfo de los realistas en 1823 y tuvo que volver a su retiro de Laviana, donde en 1827 recibió la noticia de que había sido declarado «impurificado» y su asignación rebajada de nuevo. Fue diputado provincial en varias ocasiones y antes de cerrar su vida aún tuvo tiempo de luchar contra la expedición absolutista del general carlista Gómez (al que dedicamos hace tiempo otra de estas pequeñas crónicas); también estuvo entre los liberales derrotados en la batalla del Puente de Soto de Rivera el 7 de julio de 1836. Luego no volvió a coger las armas y su final, destinado sólo a cargos burocráticos, se pierde en el humo de la historia. Nos queda el tercer hombre, que es también el que tiene una biografía más apasionante. Francisco Baqueros Fernández acabó la guerra como teniente y fue destinado a un cuartel de La Coruña; allí denunció las malas condiciones de vida de los cuarteles y se unió en 1815 al pronunciamiento de Juan Díaz Porlier. Su papel en aquella acción fue la de arrestar al capitán general de aquella provincia y lógicamente, tras el fracaso de la asonada, fue detenido y juzgado. La condena le enviaba casi cinco años a la cárcel, por lo que, en cuanto tuvo ocasión, intentó la fuga, pero no pudo ir muy lejos porque se hirió en una mano y fue detenido de nuevo. Esta vez la pena fue superior: 10 años en Melilla, pero Riego anuló su condena y le rehabilitó en su carrera militar. De nuevo en Lena, participó en la persecución de realistas y estuvo al mando de los Voluntarios Escopeteros de Asturias, pero, como ya hemos visto, en 1823 el fin del Trienio Constitucional trajo de nuevo la persecución de los liberales y él decidió refugiarse en Portugal. Francisco Baqueros, revolucionario nato, no tardó en participar en la guerra civil lusa del lado de los liberales; luego sabemos que fue a Inglaterra, como otros asturianos ilustres, y volvió de nuevo a Lisboa para luchar por los derechos dinásticos del duque de Braganza y su hija María Gloria. En la década de los treinta, le encontramos de nuevo en Asturias, esta vez persiguiendo carlistas y en 1834 detuvo y mandó fusilar al cabecilla segoviano Facundo Vitoria en Mieres, en lo que constituye uno de los episodios oscuros de la historia del Caudal que aún están pendiente de investigación. Todavía vivió más epopeyas: el 12 de septiembre de 1840, de nuevo en Galicia, se pronunció con el Batallón franco, la Milicia Nacional y un grupo de voluntarios a favor de Espartero y fue recompensado con el nombramiento de comandante militar de La Coruña, luego siguió por tierras gallegas y, tres años más tarde, tuvo que volver a Asturias para reprimir una revuelta antiesparterista, después ya no sabemos nada más de él. En fin, tres hombres y tres vidas. Tres luchadores por la libertad que merecen el homenaje de sus pueblos respectivos. Ahora que está de moda la recuperación de la memoria histórica, ellos deben ocupar el lugar que nunca han tenido en nuestra historia. Más vale tarde que nunca.

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