

La perduración de la sicosis de inseguridad individual y colectiva se debe atribuir a la incapacidad de las nuevas instituciones políticas para regenerarse a ejemplo de los antiguos Estados mediterráneos y para forjar el elemento de defensa y de coacción del poder central que es el ejército. Una hueste puede improvisarse; pero un ejército requiere un Estado organizado, que prevea su reclutamiento, su instrucción y la jerarquía de sus mandos. Tan importante es este particular, que la monarquía medieval sólo pudo superar la amplia crisis feudal cuando fue capaz de crear un ejército propio, el cual, a su vez, llevó a la realeza hacia el absolutismo.
Como era preciso defenderse de algún modo, el remedio surgió muy pronto. A ejemplo de los monarcas germánicos, cada uno de los cuales creó con sus fieles y sus adictos un ejército particular, los poderosos procuraron, asimismo, rodearse de hombres que les prestaran defensa, a ellos y a los que se acogían a su protección. El Occidente se llenó, pues, de múltiples ejércitos particulares, y tan fácil y oportuna creyeron muchos que era esta solución, que el gran programa de los Carolingios respecto a este particular fue el de incrustar los ejércitos particulares en el mecanismo del Estado por medio de sucesivos vínculos de fidelidad entre la monarquía, los poderosos y el último de los hombres que servían a éste con las armas. Adquirió de este modo tal carácter de legitimidad, que el ejército particular predominó en exclusiva en la historia de Occidente hasta los grandes conflictos internacionales del siglo XV.
Hay que tener presente ahora que quien dice ejército sobrentiende la aclaración de caballeros. Aunque la infantería de campesinos no desaparece por completo de la historia militar medieval, la difusión del combate a caballo—probable legado de los pueblos de las estepas— revoluciona el arte de la guerra. Sólo el caballo permite sobre llevar las armaduras cada vez más pesadas con que se parapetan los combatientes, y practicar la guerra de sorpresas, de fulgurantes acometidas y no menos veloces retiradas, que constituye la norma exclusiva de la táctica de la época. Pero el caballo es un animal de precio, que no todos pueden poseer, y la legislación bárbara le atribuye un valor seis veces mayor que el del buey, como en la Lex Ripuaria. Tal es la importancia de este elemento, que algunos autores alemanes y franceses dogmatizaron sobre la aparición del feudalismo como consecuencia del reparto de tierras de los monasterios que hizo Carlos Martel para permitir a sus fieles equiparse con caballos y hacer frente de este modo al impresionante alud de una supuesta nutrida e irresistible caballería árabe. Esta hipótesis ha caído por la base desde que el medievalista español doctor Sánchez Albornoz demostró la inexistencia de esta fuerza entre los musulmanes, y los críticos franceses han hallado vestigios de la referida evolución militar desde mucho tiempo antes de los Carolingios.
En todo caso, el hecho patente es la eficacia del caballo en el combate, que viene aumentada, ya antes del siglo IX, aunque los textos no los citen hasta este siglo, por la difusión de la silla de montar y la herradura, probablemente introducidas por los sármatas. Ahora bien, la utilización del noble animal, la esgrima en el combate, montado o a pie, con pesadas armaduras, requería una práctica ininterrumpida desde la niñez. “De un chico púber podrás hacer un caballero; más tarde, jamás”, dice un refrán de la época. Por lo tanto, el ejército doméstico a que nos referíamos debía estar, por exigencia de las circunstancias, compuesto de guerreros profesionales a caballo.Así el establecimiento de cierto orden en Europa sólo pudo lograrse a base de un ejército localista, cuyo sustento y relaciones con sus jefes explican gran parte de la estructura íntima del feudalismo.