miércoles, noviembre 21, 2007

PLATA DE POTOSÍ

as brumas de la leyenda rodean la historia de los orígenes del descubrimiento de la excepcional riqueza argentífera del cerro de Potosí, en el corazón del frío altiplano boliviano. Según unas fuentes, su nombre deriva de Potochi que en lengua quechua significa “cosa grande”. Otra versión lo relaciona con el vocablo Potojchi —“explosión”— debido a los sonidos que periódicamente se escuchaban procedentes de su interior y que justificarían su consideración de lugar sagrado.
Parece demostrado que el descubridor inicial de la plata fue un indio de nombre Huallpa, que trabajaba como guía buscador de vetas al servicio de los conquistadores españoles. Se narra que halló una veta en lo alto del cerro y comenzó a explotarla junto con un compañero. Cuando comunicaron su secreto a Diego de Villarroel, dio comienzo, a fines del año 1544, la explotación sistemática y a su calor inmediatamente nació la ciudad.
Contrariamente a lo que era habitual en las ciudades del Nuevo Mundo, fundadas en base a capitulaciones previas y con ordenamientos urbanísticos muy concretos, Potosí creció desordenadamente con la llegada masiva de aventureros de toda especie, atraídos por la noticia de las riquezas descubiertas. Así, verdadera ciudad minera sin ley en sus inicios, muy pronto los poderes pasaron a controlar la situación y, en 1553, Carlos V le concedió el título de ciudad imperial. Convertida ya en la mayor población de las Indias, Felipe II le concedió escudo de armas propio en 1563.
En 1582 el número de vetas descubiertas y explotadas era de ochenta y nueve. Fue cuando el virrey Toledo impuso el históricamente tan controvertido sistema de la mita, por el que se obligaba a los naturales a realizar las labores de extracción. La enorme riqueza que se generaba favorecía la construcción de magníficos palacios e iglesias; de éstas hasta un total de sesenta. En ellas alcanzaba el estilo barroco tinas formas de expresión verdaderamente exuberantes y ostentosas, en un centro artístico de primer orden, célebre también por la suntuosidad de sus fiestas y celebraciones públicas, sus casas de juego, sus numerosos prostíbulos y lugares de recreo de toda condición.
En 1626 todo estaría amenazado de desaparición debido a la rotura del dique de la laguna de Canean. Un siglo de lenta recuperación dio pasó a la decadencia, que se manifestaba ya claramente a fines del siglo XVIII. El número de sus habitantes, que había ascendido a más de 160.000, se veía reducido a apenas 20.000. Era el fin de la larga era de esplendor de la que durante dos centurias había sido indiscutible y orgullosa capital económica de América.