domingo, septiembre 24, 2006

LA EXPULSION DE LA COMPAÑIA DE JESUS

a conspiración contra Esquilache en abril de 1766,y la expulsión de los jesuitas en noviembre de 1767, son dos hechos que aparecen siempre relacionados, ya sea el primero la causa o simplemente el pretexto del segundo. Es muy probable que entre los instigadores del motín figurasen algunos jesuitas de Madrid, aunque no es segura su intervención, ni mucho menos la de la Compañía de Jesús en pleno. La mera explicación de que los jesuitas fueron expulsados por aquel incidente parece insuficiente a todas luces. Es preciso tener en cuenta que aquella Orden religiosa, con su cuarto voto de obediencia al Pontífice, era símbolo de la fidelidad a Roma, actitud que chocaba en un estado fuertemente regalista, como era el del siglo XVIII. La tesis del regalismo ha sido esgrimida siempre por los historiadores de la Compañía para explicar la expulsión.
A mayor abundamiento, los jesuitas habían sido ya expulsados, por aquel motivo, de Portugal en 1759 y de Francia en 1762: la decisión de Carlos III en 1767 tiene, así, ya muy poco de original.
Sin embargo, Rodríguez Casado encuentra que los jesuitas españoles eran por entonces tan regalistas como los que más, y destaca, por otra parte, el hecho de que la mayor parte de los prelados aprobaron la expulsión. La tesis del regalismo-antirregalismo no es despreciable, pero aconseja alinear a su lado otras posibles causas, quizá más fuertes, entre ellas el factor social. Efectivamente, de los 112 colegios que mantenía en España la Compañía de Jesús, unos 100 eran para jóvenes de la aristocracia. Como es lógico, la mayoría de las vocaciones jesuíticas se reclutaban en estos colegios, y la Compañía misma estaba formada por hombres salidos de las clases privilegiadas. Las rivalidades estudiantiles de la época-«colegiales», es decir, alumnos de los colegios nobles, contra «golillas», o «manteístas» , universitarios a secas-encierran un indudable trasfondo social e incluso ideológico, y trascienden, una vez terminada la carrera, al mundo profesional y aun al político.
El motín de Esquilache fue, seguramente, la primera manifestación abierta de aquella lucha, hasta entonces sorda. Lo de menos es que los jesuitas participaran directamente o no en la organización del motín.
El hecho es que el Gobierno de Carlos III aceptó la declaración de guerra de las clases altas, y entre las medidas adoptadas figura la supresión de su principal fuerza valedora. El decreto de expulsión obligó a exiliarse a unos 1.660 sacerdotes de la Península y 1.396 de América; sumando legos y escolares, el total pasaba de 5.000. Entre ellos figuraban los historiadores padres Burriel y Masdéu, el filósofo Eximeno,el músico Arteaga, el escritor padre Isla, etc. España perdía un puñado de sus hombres más ilustres y América la legión más activa de sus misioneros.

LA POLITICA DE ALBERONI

uriosa carrera la de Julio Alberoni, aventurero italiano que llegó de monaguillo a cardenal, pasando por ministro de España. Su figura ha sido recientemente reivindicada, aunque no es posible negar su carácter quimerista. El fue de los que convencieron a Felipe V de la conveniencia de un matrimonio italiano y, por supuesto, de una política italiana. Donde Alberoni se equivocó fue en la suposición de que las potencias no intervendrían en una guerra general y de que los italianos se levantarían en masa contra la opresión en cuanto los españoles se plantasen frente a Italia. .
Felipe V, convencido por la habilidad del abate A1beroni, le confió el poder y la dirección de la empresa.
Se firmó un tratado con Holanda e Inglaterra y se concedieron a ésta algunas ventajas comerciales en América. Al Papa se le halagaba con la idea de una cruzada antiturca. Pero el ejército que preparaba el intendente Patiño y la escuadra que se construía a toda prisa en Barcelona iban a tener una finalidad muy diversa. En 1717 zarpó la flota y, ante la sorpresa general, desembarcó en Cerdeña, donde el marqués de Lede se apoderó de la isla en menos de dos meses. Los sardos recibieron con gusto a los españoles.
El golpe estaba iniciado, y había que llevarlo hasta el final antes de que las potencias europeas reaccionasen.
En 1718 partió la segunda escuadra, espléndidamente organizada por Patiño: 30 bárcos de guerra, 340 transportes y 10.000 hombres. Esta vez el objetivo era Sicilia, que fue conquistada en una brillante operación dirigida también por el marqués de Lede. España estaba mostrando una capacidad y un poder que nadie podía suponerle, después de su decadencia en el XVII y de la agotadora guerra de Sucesión.
Entonces sí que reaccionaron las potencias. La flota inglesa atacó a la española sin previa declaración de guerra, y la destrozó frente al cabo Pessaro. Se formalizó la Cuádruple Alianza (Austria, Francia, Inglaterra y Saboya), en tanto que franceses e ingleses se disponían a la invasión de España. Alberoni, con sus sueños ilusorios, quiso formar otra coalición con Rusia y Suecia y fomentar rebeliones en Francia e Inglaterra; pero Felipe. V comprendió que era preferible desprenderse del peligroso ministro, y despachó a AIberoni.
Las tropas españolas abandonaron Sicilia y Cerdeña, bajo la promesa francobritánica de que los ducados de Parma y Toscana serían para el príncipe español don Carlos. Tal fue el sentido del tratado de Cambray, firmado en 1720.

LA INTEGRACIÓN DE PORTUGAL

a muerte del alocado rey don Sebastián en Alcazarquivir(1578) dejaba a Portugal sin otro heredero que el anciano cardenal don Enrique, y abocado el reino a un grave problema sucesorio. El heredero más lógico, desde el punto de vista legal, era Felipe II, hijo de portuguesa y emparentado por todos los costados con la Casa de Avis; pero muchos lusitanos veían en aquella sucesión la absorción de un país-Portugal-por otro país-España-: hacía ya tiempo que se había perdido la conciencia de la unidad peninsular.
De aquí que muchos prefiriesen a don Antonio, prior de Crato, pese a tratarse de un heredero ilegítimo.
Felipe II supo manejar hábilmente los resortes diplomáticos, y se atrajo a la mayoría de los gobernantes portugueses, así como a la alta nobleza y a la burguesía de negocios, que esperaban de España la defensa del imperio ultramarino portugués y la libre entrada de la plata española, muy necesaria para los negocios coloniales.
Pero las clases media y baja, afectadas por un profundo sentido nacionalista, se negaban de todo
punto a la integración. Cuando murió sin testar el viejo rey don Enrique, Felipe II tuvo así que recurrir, contra su deseo, a la fuerza de las armas. La ocupación de Portugal, en 1580, fue una operación perfecta del duque de Alba, que penetró por Extremadura, amagó hacia el norte y, cuando parecía dirigirse hacia Oporto, cayó por sorpresa sobre Lisboa. El prior de Crato huyó a las Azores, apoyado por Francia e Inglaterra, y fue preciso organizar una expedición que conquistó aquellas islas (1582), después de derrotar a la escuadra aliada.
La unión ibérica estaba al fin lograda, y con ella la presencia de la monarquía católica en los cinco
continentes; fue entonces cuando empezó a decirse que en los dominios de Felipe II no se ponía el sol.
Pero aunque el rey extremó sus consideraciones con los portugueses, nunca se pudo borrar del todo la idea de la «invasión» española.
Bibliografía: Historia de España moderna y contemporánea. José L. Comellas