
En las batallas campales, siempre disfrutaban de una clara superioridad, gracias a sus armaduras pesadas, a la potencia de sus caballos y a la impecable cohesión de sus maniobras. Cuando una masa de caballeros recubiertos de hierro cargaba al galope, no existía
formación en el mundo que pudiera frenar su extraordinario poder de percusión.

En cambio, los dos puntos fuertes de los ejércitos musulmanes eran su movilidad y la utilización de armas arrojadizas, además de una nueva técnica de combate, aprendida de los turcos y basada en el empleo de veloces arqueros a caballo. Los cruzados opusieron a los inasibles tiradores seleúcidas contingentes de arqueros y ballesteros a pie, a cuya sombra permanecían los caballeros hasta el momento de iniciar la carga. Pero no siempre resultaba. En Hattina, por ejemplo, Saladino ordenó a sus tropas una maniobra que inutilizó la pesada carga de los caballeros de Raimundo de Trípoli: un segundo antes del impacto con la caballería franca, las filas musulmanas se abrieron de golpe para dejar pasar la oleada de los caballeros que, de este modo, se vieron obligados a encajonarse en una estrecha garganta que llevaba al pueblo de Hattina y de allí al lago Tiberíades. Por lo menos ellos se salvaron, pero el contingente de Guido de Lusignan fue por completo aniquilado o capturado por Saladino
La construcción de fortificaciones por todo el territorio permitió a los cruzados ofrecer una oposición eficaz a los musulmanes una vez dentro de estas imponentes fortalezas, bastaba con que esperasen la desmovilización de las tropas enemigas, incapaces de permanecer más allá de algunas semanas en el campo de operaciones. Los príncipes y los barones también se valieron de la poderosa ayuda de las órdenes religioso-militares, constructoras y centinelas de una precisa red de fortalezas en las regiones interiores de la dominación franca, mientras los barones se ocupaban en general de controlar directamente las ciudades costeras.