
TODO EN ÉL ESTÁ previsto y reglamentado, salvo la natural tendencia de los hombres a las evasiones y su ingenio para tener éxito en ellas. Para combatirlas, Diocleciano tuvo que multiplicar al infinito su Tributaria. «En nuestro Imperio—rezongaba el librecambista Lactando— de cada dos ciudadanos, uno suele ser funcionario». Pululaban confidentes, superintendentes e inspectores. Sin embargo, las mercancías eran sustraídas igualmente de los «stocks» y vendidas de estraperlo, y las deserciones en los gremios de artes y oficios estaban a la orden del día.
A causa de todos estos abusos, llovieron detenciones y condenas, y fortunas de miles de millones fueron deshechas por las multas del fisco. Y entonces, por primera vez en la historia de la Urbe, viéronse ciudadanos romanos cruzar a escondidas los «límites» del Imperio, o sea «el telón de acero» de aquellos tiempos, para buscar refugio entre los bárbaros.
Hasta aquel momento habían sido los bárbaros quienes buscaron refugio en tierras del Imperio, cuya ciudadanía codiciaban como el más precioso de los bienes. Ahora acontecía lo contrario. Era ése el síntoma del fin.
Indro Montanelli «Historia de Roma»