
Sin embargo, la caída de Acre tampoco significó el final de la presencia franca en Oriente: el Reino de Chipre, en manos de la familia de los Lusignan desde finales del siglo XI conservó su independencia casi hasta finales del siglo XV, cuando Caterina Cornero, esposa del útimo Lusignan, fue obligada a ceder la isla a la República de Venecia. Y en las postrimerías de la Edad Media, los soberanos angevinos de Nápoles reclamaron el prestigioso título de rey de Jerusalén y no renunciaron a él ni siquiera después de perder la italia meridional. Renato de Anjou, por ejemplo, siendo duque de Lorena y conde de Provenza, lo llevó hasta su muerte en 1480.
Con la salvedad de Chipre, los principados latinos de Oriente fueron creados por iniciativa de los principales jefes de la Primera Cruzada, que intentaban transmitir títulos y posesiones a sus descendientes. Al morir sin descendencia Godofredo de Bouillon, los barones concedieron la corona a su hermano, Balduino de Bolonia, al cual sucedió, en 1118, ya sin intervención de los barones, su primo Balduino II del Borgo. A falta de descendientes directos, la herencia pasaba sin problemas a las ramas colaterales o incluso a las mujeres, cuyos maridos llevaban el título antes de transmitirlo a sus hijos.
Tras la muerte de Balduino II, por ejemplo, su hija Melisenda asumió el título conjuntamente con su marido Folco de Anjou. De nuevo, en 1185, al morir su sobrino Balduino IV el rey leproso, la corona pasó a su hija mayor Sibila (1186-1192) y, posteriormente, a la segunda, Isabel (1195- 1205), ambas casadas con barones franceses. Las siguientes cruzadas, y en particular la Segunda y la Tercera, dieron lugar a muchos matrimonios, lo cual permitió reabastecer las filas de una nobleza seriamente mermada por la defensa de sus territorios.