jueves, septiembre 27, 2007

LA CULPA NO SIEMPRE FUE DE LOS JUDÍOS

s fama que ante cualquier catástrofe natural, accidente o carestía, los judíos de la España medieval se ponían a la defensiva, encerrándose en sus barrios, temiendo que cualquier tumulto que pudiera producirse terminaría cebándose en ellos. No fue tan general, aunque ocurrió algunas veces. El pan, alimento popular básico, fue uno de los primeros promotores de los tumultos medievales y los judíos pagaron algunos de ellos relacionados con el incremento de los precios o el acaparamiento de grano o harina...
Quizás por la susceptibilidad que despertaba este alimento y por constituir un primer motivo de motines, los judíos peninsulares trataron de mantenerse lejos de esta industria, tanto que la mayoría de los delitos relacionados con el pan fueron cometidos por “cristianos viejos”, como aquel panadero madrileño del siglo XVII que, aprovechando una huelga de su gremio, amasó pan y lo vendió con un sobreprecio de tres reales: fue condenado a galeras después de recibir 200 azotes...
El riesgo a que se exponían los adulteradores del pan, el peso o los precios era bien conocido desde antiguo: ya en los fueros de León, del siglo Xl, se establecía que los panaderos que defraudaran en el peso “por la primera vez, sean azotados y por la segunda, paguen cinco sueldos al Merino del Rey”; la multa era tan alta que, en general, el panadero terminaba en la cárcel por no poder pagarla.
Pese a la gravedad de las penas impuestas, la tentación defraudadora debía de ser tan grande que existe una abundantísima legislación para perseguirla. El fraude más común ha sido el del peso, bien por la manipulación de la báscula, bien por el incremento del agua en la masa. Hubo un “fraude” consentido por la ley: ante una subida de la harina y para no aumentar el precio de la pieza de pan de un kilo, se permitió a los panaderos que rebajaran su peso a 900 e, incluso, a 800 grs.; era una especie de “mantenimiento psicológico de los precios”. El segundo tipo de abuso era el aumento del precio, aprovechando las épocas de escasez. El tercero y más grave, la adulteración del producto.
Los fraudes registrados en este aspecto a lo largo de la historia, tanto en España como en el resto de Europa, son numerosos. Los más inofensivos eran las mezclas con harinas inferiores, bien de cereales, bien de legumbres, tales como las de las habas, algarrobas, alubias, bellotas... Estas mezclas daban al pan colores y texturas extrañas por lo que el panadero recurría a mezclas más peligrosas, como la adición de sales de alumbre o sulfatos de cobre o cinc, que proporcionaban al pan una especial blancura, buen tacto y lo mantenían tierno, a costa del estómago del consumidor. Hubo, incluso, un panadero tan bestia que utilizó un sulfato de plomo, originando el envenenamiento de sus clientes con, al menos, un caso de muerte.
Luego estaban las adiciones minerales o vegetales, no venenosas, pero sí terriblemente indigestas: yeso, barita, magnesita, arcilla blanca, creta, serrín...
Referencia:La aventura de la Historia.