jueves, septiembre 21, 2006

LA MEDICINA EN EL IMPERIO ROMANO (SIGLOS III A.C. A VI D.C.)

INTRODUCCIÓN


n el año 332 a.C., después de la conquista de Egipto, cuando Alejandro Magno buscaba un sitio para fundar una de las 17 Alejandrías que estableció durante sus campañas de conquista en Oriente, tuvo un sueño en el que un hombre viejo recitaba unos versos sobre una isla llamada Faros. Convencido de que el viejo de su sueño había sido Homero, que le aconsejaba el mejor sitio para su nueva ciudad, Alejandro visitó la isla, situada cerca de la orilla del Mediterráneo, al oeste del delta del Nilo, pero resultó demasiado pequeña para sus planes. Entonces escogió la costa de Egipto que estaba frente a la isla y ahí fundó su ciudad, que creció rápidamente. Alejandro nunca la vio, porque unos tres meses después inició su viaje a la India y sólo regresó después de su muerte, a ocupar su mausoleo. Cuando murió Alejandro, en el año 323 a.C., tres de sus generales macedonios fundaron dinastías importantes para el desarrollo ulterior de la cultura helenística: Antígono I, en Asia Menor y Macedonia, Seleuco I, en Mesopotamia, y Ptolomeo Soter, en Egipto. Este último estableció la XXXI Dinastía de los Ptolomeos, se proclamó faraón y tomó residencia en Alejandría; la ciudad se hizo rica gracias al intenso comercio marítimo que sostenía con el resto de las poblaciones mediterráneas, y por la misma razón era cosmopolita. En sus calles se mezclaban griegos, macedonios, sirios, persas, romanos, judíos, árabes y hasta algunos egipcios; a pesar de su localización geográfica, Alejandría tuvo muy poco que ver con el resto de Egipto.
Durante el reinado de Ptolomeo I, que duró casi 50 años, se establecieron las tres instituciones que harían a esa ciudad tan importante como Roma en los siglos III-I a.C., y que le darían un sitio privilegiado en la historia de la cultura occidental: el faro, el museo y la biblioteca. El faro de Alejandría, que se dice alcanzaba casi 150 m de altura (¡) terminaba con una estatua de Ptolomeo I de más de 7 m de altura que se movía con el viento, o sea que funcionaba como veleta; considerado como una de las siete maravillas del mundo, se derrumbó con un temblor en el siglo XIV. La casa de las Musas o Museo, construido y sostenido en su totalidad con fondos reales, funcionaba como un instituto de investigación humanística, artística y científica, abierto a los estudiosos de prestigio y a sus alumnos sin restricciones ni geográficas ni raciales. La Biblioteca se inició adquiriendo colecciones famosas y se enriqueció gracias a ciertas leyes arbitrarias; por ejemplo todos los viajeros que llegaban a la ciudad debían declarar y entregar los libros que poseían, el Estado los copiaba, devolvía las copias a los propietarios y se quedaba con los originales. De esta manera, la biblioteca alcanzó dimensiones legendarias; se dice que llegó a tener más de 700 000 libros (o rollos de papiro). Esto, junto con las espléndidas instalaciones del Museo, atrajo a literatos, filósofos, artistas y científicos, entre los que estuvieron Calímaco, Apolonio de Rodas, Teócrito de Siracusa, Erastótenes de Cirena, Euclides y su alumno Arquímedes de Siracusa, y para nuestro interés, que es la historia de la medicina, Herofilo de Calcedonia y Erasístrato de Chios.

HERÓFILO Y ERASÍSTRATO

Según Galeno, Herófilo fue el primero en disecar tanto animales como seres humanos, lo que seguramente se refiere a disecciones públicas, ya que Diocles de Caristo probablemente ya lo había hecho un siglo antes en Atenas. Herófilo era un profesor muy popular que escribió libros acerca de anatomía, ojos y los partos, pero sus escritos se perdieron; de todos modos, sus contribuciones fueron numerosas. Reconoció que el cerebro es el sitio de la inteligencia (en lugar del corazón, como creía Aristóteles ) distinguió entre los nervios motores y los sensoriales, describió las meninge y dejó su nombre en la presa de Herófilo, separó al cerebro del cerebelo, identificó el cuarto ventrículo y bautizó al calamus scriptorius porque le recordó a la pluma con que escribían los griegos de entonces. También les dio su nombre a la próstata y al duodeno, distinguió entre arterias y venas, y describió los vasos quilíferos.
Erasistrato era más joven pero contemporáneo de Herófilo y sus obras también se perdieron; lo que se sabe de él se debe a Galeno, quien escribió dos libros en su contra. Erasístrato profesaba la medicina racionalista y se oponía a todo tipo de misticismo, aunque concebía que la naturaleza actuaba en forma externa para configurar las funciones del organismo; en esto se oponía al concepto de "esencia" de Aristóteles, que actuaba como una fuerza interna o innata Erasístrato concebía que los tejidos estaban formados por una malla fina de arterias, venas y nervios, pero pensó que en algunos los intersticios se llenaban con el parénquima. Trazó el origen de los nervios primero a la dura madre, pero posteriormente se corrigió e identificó al cerebro como su terminación; consideró que los ventrículos cerebrales contenían un espíritu animal y que los nervios lo conducían a los tejidos. Pensó que, en el corazón, el ventrículo derecho contenía sangre y el izquierdo espíritu vital o pneurna; durante la diástole llegaría sangre al ventrículo derecho y pneuma al izquierdo, que se expulsarían en la sístole. Erasístrato nombró a la válvula tricúspide y señaló con claridad la función de las dos válvulas aurículo-ventriculares y de las semilunares; según Singer, también imaginó la comunicación entre venas y arterias para explicar por qué las arterias aparecen vacías en el cadáver y sin embargo sangran cuando se cortan en el vivo. Por eso ciertos historiadores concluyen que Erasístrato estuvo a punto de descubrir la circulación sanguínea, lo que no ocurrió sino hasta 1628.
Celso (ca. 30 a.C.), Tertuliano (155-222 d.C.) y san Agustín (354-430 d.C.) acusaron a Herófilo y a Erasístrato de haber disecado hombres vivos, criminales condenados a muerte que les fueron facilitados por el faraón; Tertuliano dice que Herófilo era "un carnicero que disecó a 600 personas vivas". Tales acusaciones son poco probables, si consideramos que: 1) siempre ha habido prejuicios, especialmente religiosos, en contra de las disecciones y a través de la historia se han hecho acusaciones semejantes a otros anatomistas, como Carpi, Vesalio y Falopio; 2) ninguno de los acusadores era médico y dos de ellos eran religiosos, 3) nadie más repitió la acusación, incluyendo a Galeno, quien criticó a los anatomistas alejandrinos por otras muchas razones.
Al cabo de un siglo de gran productividad humanística y científica, la energía alejandrina empezó a agotarse. En el año 95 d.C., durante una revuelta entre griegos y judíos el Museo fue destruido. Aunque se cambió a un templo cercano, en el año 391 una turba cristiana saqueó el templo, quemó la biblioteca y convirtió los restos en una iglesia. Del museo y de la biblioteca no quedó nada

ROMA

Desde hacía un par de siglos la vida cultural se había mudado a Roma. Al librarse de la dominación etrusca, a fines del siglo V a.C., Roma inició una serie de cambios políticos y legislativos que llevaron a los plebeyos a alcanzar la igualdad con los patricios en el laño 287 a.C. El último bastión etrusco, la ciudad de Veii, muy cercana a Roma, fue conquistado en 392 a.C., con lo que Roma casi duplicó su tamaño. En el año 387 a.C. los galos derrotaron al ejército romano, invadieron e incendiaron Roma, pero ésta se recuperó y para el año 338 a.C., no sólo había expulsado a los galos sino que dominaba todo el territorio central de Italia. El enfrentamiento con Pirro, rey de Epiro, terminó con su fainosa victoria "pírrica", que lo obligó a retirarse a Sicilia en el año 275 a.C., con lo que Roma dominó desde el río Po en el norte hasta la punta de la bota italiana. Las tres guerras púnicas, que con intervalos ocuparon a Roma durante más de 100 años (264-146 a.C.) y terminaron con la destrucción de Cartago, así como las tres guerras macedonias y la campaña de España, que ocurrieron en el mismo lapso (215-134 a.C.) tuvieron como consecuencia la expansión de Roma fuera de la península de Italia. La organización administrativa y política de la República romana había surgido de las necesidades y aspiraciones de Roma como Ciudad-Estado, pero el crecimiento desmesurado requería otra estructura, que no tardó en imponerse en forma del Imperio romano.
La medicina en Roma también tuvo un desarrollo inicial esencialmente religioso. En los altos del Quirinal había un templo a Dea Salus, la deidad que reinaba sobre todas las otras relacionadas con la enfermedad, entre las que estaban Febris, la diosa de la fiebre, Uterina, que cuidaba de la ginecología, Lucina, encargada de los partos, Fessonia, señora de la debilidad y de la abstenía, etc. Plinio el Viejo dice con orgullo que la antigua Roma era sine medicis... nec tamen sine medicina, o sea "saludable sin médicos pero no sin medicina". El estado de la práctica médica en esos tiempos puede apreciarse por la recomendación de Catón para reducir luxaciones: recitar huant hanat huat ista pista sista domiabo damnaustra, lo que no quiere decir absolutamente nada, y por su panacea para las heridas: aplicar col molida. Como en otras culturas, la medicina sobrenatural romana conservó su vigencia y su popularidad hasta mucho después de la caída del Imperio romano; su naturaleza esencialmente religiosa le permitió integrarse con las teorías médicas que surgieron en el Imperio bizantino y que prevalecieron durante toda la Edad Media.
En el año 293 a.C. una terrible plaga asoló Roma. Alarmados por su gravedad e indecisos sobre la solución, los ancianos consultaron los libros sibilinos; la respuesta fue que buscaran la ayuda del dios griego Asclepios, en Epidauro. La leyenda dice que se envió un navío especial, que el dios aceptó la solicitud y viajó a Roma en forma de serpiente, que cuando llegó se instaló en una isla del Tíber, y que la plaga terminó. Los romanos agradecidos le construyeron un templo al dios y lo conocieron con el nombre de Esculapio. El primer médico griego que llegó a Roma en el año 219 a.C. se llamaba Archágathus y al principio tuvo mucho éxito, pero como se inclinaba a usar el bisturí y el cauterio con excesiva frecuencia, su popularidad decayó. Casi un siglo más tarde otro médico griego, Asclepíades de Prusa (124-50 a.C.) conquistó a la sociedad romana con su oratoria brillante, su parsimonia terapéutica y su oposición a las sangrías. Asclepíades adoptó la teoría atomista de Demócrito, que Lucrecio había puesto de moda en esa época con su poema De re natura, pero no insistía en los aspectos más teóricos de la medicina griega sino más bien en el manejo práctico de cada paciente; de todos modos, sus sucesores lo consideraron como el iniciador de una escuela opuesta al humoralismo hipocrático, que se conoció como el metodismo (vide infra). Asclepíades manejaba una terapéutica mucho menos agresiva que la de los otros médicos griegos: sus dietas siempre coincidían con los gustos de los pacientes, evitaba purgantes y eméticos, recomendaba reposo y masajes, recetaba vino y música para la fiebre y sus remedios eran tan simples que le llamaban el "dador de agua fría". Es interesante que Asclepíades no llegó a Roma como médico sino como profesor de retórica, pero como no tuvo éxito en esta ocupación decidió probar su suerte con la medicina, o sea que no tenía ninguna educación como médico antes de empezar a ejercer como tal. Su éxito revela el carácter eminentemente práctico de la medicina romana, lo que también explica que otro lego en la profesión, Aulio Cornelio Celso (ca. 30 a.C. 50 d.C.) haya escrito De Medicina, el mejor libro sobre la materia de toda la antigüedad. Este libro formaba parte de una enciclopedia, De Artibus, que también trataba de agricultura, jurisprudencia, retórica, filosofía, artes de la guerra y quizá otras cosas más, pero que se perdieron. Por fortuna, en 1426 (!13 siglos después!) se encontraron dos copias completas de De Medicina, que fue el primer libro médico que se imprimió con el invento de Gutenberg, en 1478, y el único texto completo de medicina que nos llegó de la antigüedad, porque (según Majno) el papiro de Smith se detiene en la cintura y el Corpus Hipocráticum es una mezcla caótica de textos de muy distinto valor.
CELSO
El libro de Celso es hipocrático pero está enriquecido con conceptos alejandrinos y también hindúes. Está dividido en tres partes, según la terapéutica utilizada: dietética, farmacéutica y quirúrgica. Celso describe y critica a los empiristas y a los metodistas, porque los primeros pretenden curar todas las enfermedades con drogas, mientras los segundos se limitan a dieta y ejercicios. De Medicina contiene suficiente anatomía para convencernos de que Celso estaba al día en esta materia, pero no demasiada porque el libro estaba dirigido al médico práctico. Entre las causas de las enfermedades menciona las estaciones, el clima, la edad del paciente y su constitución física. Los síntomas discutidos, como fiebre, sudoración, salivación, fatiga, hemorragia, aumento o pérdida de peso, dolor de cabeza, orina espesa, y muchos otros, se analizan conforme a la tradición hipocrática; la descripción de los distintos tipos de paludismo es magistral. En otras páginas se encuentran el lethargus, enfermedad caracterizada por sueño invencible que progresa rápidamente hacia la muerte, la tabes, que seguramente incluye a la tuberculosis y otras formas de caquexia, las jaquecas de distintos tipos, el asma, la disnea, la neumonía, las enfermedades renales, las gástricas, las hepáticas, las diarreas, etc. Las medidas dietéticas e higiénicas que recomienda Celso para estos padecimientos son hipocráticas: ejercicio moderado, viajes frecuentes estancias en el campo, abstención de ejercicios violentos, de relaciones sexuales y de bebidas embriagantes. Deben evitarse los cambios bruscos de dieta o de clima, y preferirse las medidas para bajar de peso (una comida al día, purgas frecuentes, baños en agua salada, menos horas de sueño, gimnasia y masajes); las recomendaciones dietéticas ocupan la mitad del segundo libro y la hidroterapia se discute extensamente. Celso divide las drogas conocidas según sus efectos en purgantes, diaforéticas, diuréticas, eméticas, narcóticas, etc.; la acción anestésica del opio y la mandrágora (que con, tiene escopolamina y hioscianina) ya era bien conocida. La mejor parte del libro de Celso es la quirúrgica, que ocupa los libros VII y VIII, en ella dice:

La tercera parte del arte de la medicina es la que cura con las manos [...] no omite medicamentos y dietas reguladas, pero hace la mayor parte con las manos [...] El cirujano debe ser joven o más o menos, con una mano fuerte y firme que no tiemble, listo para usar la izquierda igual que la derecha, con visión aguda y clara, y con espíritu impávido. Lleno de piedad y de deseos de curar a su paciente, pero sin conmoverse por sus quejas o sus exigencias de que vaya más aprisa o corte menos de lo necesario; debe hacer todo como silos gritos de dolor no le importaran.

Celso discute el manejo de las heridas y señala que las dos complicaciones más importantes son la hemorragia y la inflamación, lo que era realmente infección. Para la hemorragia recomienda compresas secas de lino, que deben cambiarse varias veces si es necesario, y si la hemorragia no cesa, entonces mojarlas en vinagre antes de aplicarlas. Pero si todo esto falla, hay que identificar la vena que está sangrando, ligarla en dos sitios y seccionaría entre las ligaduras. Celso recomienda aplicar a la herida distintos medicamentos compuestos de acetato de cobre, óxido de plomo, alumbre, mercurio, sulfuro de antimonio, carbón seco, cera y resma de pino seca, mezclados en aceite y vinagre; otros componentes recomendados (Celso propone 34 fórmulas diferentes) son sal, pimienta, cantáridas, vino blanco, clara de huevo, ceniza de salamandra, heces de lagartija, de pichón, de golondrina y de oveja.
LA MEDICINA ROMANA
La medicina romana era esencialmente griega, pero los romanos hicieron tres contribuciones fundamentales: 1) los hospitales militares, 2) el saneamiento ambiental, y 3) la legislación de la práctica y de la enseñanza médica.
1) Los hospitales militares o valetudinaria se desarrollaron como respuesta a una necesidad impuesta por el crecimiento progresivo de la República y del Imperio. Al principio, cuando las batallas se libraban en las cercanías de Roma, los enfermos y heridos se transportaban a la ciudad y ahí eran atendidos en las casas de los patricios; cuando las acciones empezaron a ocurrir más lejos, sobre todo cuando la expansión territorial sacó a las legiones romanas de Italia, el problema de la atención a los heridos se resolvió creando un espacio especialmente dedicado a ellos dentro del campo militar. La arquitectura de los valetudinaria era siempre la misma: un corredor central e hileras a ambos lados de pequeñas salas, cada una con capacidad para 4 o 5 personas Estos hospitales fueron las primeras instituciones diseñadas para atender heridos y enfermos; los hospitales civiles se desarrollaron hasta el siglo IV d.C., y fueron producto de la piedad cristiana.
2) El saneamiento ambiental se desarrolló muy temprano en Roma, gracias a las obras de la cloaca máxima, un sistema de drenaje que se vaciaba en el río Tíber y que data del siglo VI a.C. En la Ley de las Doce Tablas (450 a.C.) se prohiben los entierros dentro de los límites de la ciudad, se recuerda a los ediles su responsabilidad en la limpieza de las calles y en la distribución del agua. El aporte de agua se hacía por medio de 14 grandes acueductos que proporcionaban más de 1 000 millones de litros de agua al día, y la distribución a fuentes, cisternas y a casas particulares era excelente, pero en los barrios menos opulentos no tan buena. El agua se usaba para beber y para los baños, una institución pública muy popular y casi gratuita; también se colectaba el agua de la lluvia, que se usaba para preparar medicinas. En general, las condiciones de higiene ambiental en Roma eran tan buenas como podía esperarse de un pueblo que desconocía por completo la existencia de los microbios.
3) Durante la República la mayoría de los médicos eran esclavos o griegos, o sea, sujetos en una posición subordinada, pero en el Imperio (ca. 120 d.C.) Julio César concedió la ciudadanía a todos lo que ejercieran la medicina en Roma.
Reconstrucción de un hospital militar romano, valetudinaria, que forma parte de un campamento en la frontera (tomado de Majno).

Además, se estableció un servicio médico público, en el que la ciudad contrataba a uno o más médicos (archiatri) y les proporcionaba local e instrumentos para que atendieran en forma gratuita a cualquier persona que solicitara su ayuda. Los salarios de estos profesionales los fijaban los consejeros municipales. También se organizó el servicio médico de la casa imperial, y muchos de los patricios retenían en forma particular a uno o más médicos para que atendieran a sus familias. Con el tiempo también se legisló que la elección de un médico al servicio público debería ser aprobada por otros siete miembros de ese servicio. Las plazas eran muy solicitadas porque los titulares estaban exentos de pagar impuestos y de servir en el ejército. El gobierno los estimulaba a que tomaran estudiantes, por lo que podían recibir ingresos adicionales.
Entre los médicos griegos y romanos que ejercían en el Imperio se distinguían cuatro sectas o escuelas, basadas en sus diferentes posturas filosóficas, teóricas y prácticas: 1) Los dogmáticos reconocían como su fundador a Herófilo, aprobaban el estudio de la anatomía por medio de las disecciones, consideraban que las teorías sobre las causas de la enfermedad eran la esencia del la medicina (desequilibrio de los elementos, de los humores del pneuma; migración de la sangre a los vasos que llevan el pneuma; bloqueo de los canales del cuerpo por "átomos"' etc.). Sus enemigos los caracterizaban como más "habladores" que "hacedores", y decían que pasaban más tiempo discutiendo que viendo al paciente. Los dogmáticos decían que la confirmación de sus doctrinas se encontraba en el Corpus Hipocraticum y que el mismo Hipócrates había sido un dogmático. 2) Los empíricos nombraban a Erasístrato como su antecesor y se oponían a las disecciones porque rechazaban la importancia de la anatomía en la medicina. Su postura era que no deberían buscarse las causas de las enfermedades, porque las inmediatas eran obvias y las oscuras eran imposibles de establecer; por lo tanto, la comprensión de cosas como el pulso, la digestión o la respiración era inútil. Lo más importante en medicina era la experiencia personal del médico con su paciente, y lo que debía hacer es recoger los síntomas y tratarlos uno a uno usando los remedios que ya se habían demostrado efectivos en el pasado. Al igual que los dogmáticos, los empíricos alegaban que Hipócrates y el Corpus Hipocraticum estaban de su lado. 3) Los metodistas también rechazaban todas las hipótesis y teorías sobre las causas de la enfermedad, pero en cambio sostenían que sólo había unas cuantas circunstancias que eran comunes a muchas enfermedades, que debían ser manejadas principalmente por medio de dietas. Naturalmente, estaban convencidos de que Hipócrates y toda su escuela habían sido esencialmente metodistas. 4) Los neumatistas eran inicialmente dogmáticos pero se separaron de esa secta porque consideraron que la sustancia fundamental de la vida era el pneuma y que la causa única de las enfermedades eran sus trastornos en el organismo, desencadenados por un desequilibrio de los humores. Éste era el panorama del ejercicio de la medicina en Roma cuando apareció Galeno.

GALENO

Claudio Galeno(130-200 d.C.) nació en Pérgamo, tres años después de que esa hermosa ciudad griega hubiera sido conquistada por los romanos. Su padre Nicón era un arquitecto a quien Galeno describió como inteligente, controlado y generoso; su modelo de pensamiento eran las matemáticas y descreía de las opiniones emocionales que no podían demostrarse con precisión lógica. Nicón cuidó que la educación de su hijo fuera completa en griego, autores clásicos, retórica, dialéctica y filosofía, pues esperaba que se convirtiera en un filósofo profesional. Sin embargo, una noche soñó que el dios Asclepio (cuyo majestuoso templo se estaba construyendo entonces en Pérgamo) le ordenaba que su hijo estudiara medicina, por lo que a los 16 años de edad Galeno ingresó como aprendiz con Sátiro, un médico local. Cinco años después murió Nicón, dejándole a Galeno recursos suficientes para que nunca tuviera preocupaciones económicas. A los 21 años de edad Galeno viajó para seguir estudiando medicina, primero a Esmirna, después a Corinto y finalmente a Alejandría, en donde permaneció más tiempo estudiando anatomía, en la que llegó a ser un experto a pesar de que no realizó disecciones en humanos. Al cabo de casi 12 años de ausencia, Galeno regresó a Pérgamo y fue nombrado cirujano de los gladiadores, puesto que desempeñó con gran éxito pues, según él mismo señala: "Muchos habían muerto en los años anteriores y ninguno de los que yo traté falleció..."
Al cabo de tres años, Galeno viajó a Roma donde (con una breve ausencia de un par de años) permaneció el resto de su vida. Allí tuvo un gran éxito, al principio como anatomista y experimentador, y posteriormente como médico y polemista. Pero en lo que no tiene paralelo en la historia es como autor: sus escritos son los más voluminosos de toda la antigüedad. Ocupan 22 gruesos volúmenes en la única edición que existe, con 2.5 millones de palabras, pero sólo reúnen dos terceras partes de la obra, pues el resto se ha perdido. En su obra existen 9 libros de anatomía, 17 de fisiología, 6 de patología, 14 de terapéutica, 30 de farmacia, 16 sobre el pulso, etc. Galeno abarca absolutamente toda la medicina, que conoce mejor que nadie; todos los que no están de acuerdo con él son ignorantes, estúpidos o las dos cosas, y lo dice con absoluta claridad. Su ídolo es Hipócrates, cuyos escritos conoce mejor que nadie y además los interpreta con la mayor fidelidad. En la discusión de cualquier tema, Galeno adopta con frecuencia la misma estrategia: primero identifica a su contrincante y resume la opinión que va a demoler, sin dejar pasar la oportunidad de calificarlo de absurdo, débil mental o algo peor; después invoca a Hipócrates y señala dónde su víctima se aparta o hasta contradice al sabio de Cos, y finalmente procede a detallar en forma sistemática y contundente la verdad acerca del tema en cuestión, citando copiosamente a Hipócrates y también con frecuencia intercalando sus propias interpretaciones, que, en su opinión, son fielmente hipocráticas y totalmente correctas. Los textos de Galeno representan una síntesis del conocimiento médico antiguo y algo más; contienen no uno sino varios esquemas generales que posteriormente fueron copiados, interpretados, comentados y elaborados por un ejército de traductores y comentaristas a lo largo de toda la Edad Media y hasta el Renacimiento. En un ambiente en donde el dogma era la autoridad y los libros clásicos eran el dogma, la palabra de Galeno se transformó en la última corte de apelación de todas las discusiones en medicina hasta la época de Vesalio (1543).

Representación medieval de Galeno.

Combinando las ideas humorales hipocráticas con las antiguas teorías pitagóricas de los cuatro elementos, a los que agregó su propio concepto de un pneuma presente en todas partes, Galeno procedió a explicar absolutamente todo. Abandonó la anotación cuidadosa de los hechos, tan importante para Hipócrates, citando sólo sus milagrosas curas. Su principal teoría patológica se basa en el equilibrio adecuado de los naturales, no naturales y contranaturales. Galeno agregó al antiguo concepto de diátesis (tendencia o disposición natural) otros dos, de gran importancia para su patología: pathos, que son las alteraciones pasajeras que desaparecen cuando se elimina la causa de la enfermedad, y nosos, que es lo que persiste en las mismas circunstancias. Galeno adoptó y elaboró la teoría hipocrática de la enfermedad como un desequilibrio de los humores, que puede resultar de deficiencia o exceso de uno o más de ellos, o de cambios en sus propiedades de frío, calor, humedad o sequedad.

LA DESAPARICIÓN DEL NAVÍO” SAN TELMO”

on el fin de auxiliar a los ejércitos españoles, también llamados realistas, que combatían contra los independentistas iberoamericanos, se organizó en 1819 una escuadra de la que se destacó una división llamada del “Mar de Sur”, compuesta por dos navíos de 74 cañones y dos fragatas de 40 y 48 cañones respectivamente, al mando de brigadier Rosendo Porlier, que izó su insignia a bordo del navío “San Telmo”, uno de los mejores de la Armada en aquellos momentos, con destino a El Callao, en el Perú, dado a la vela desde Cádiz el 11 de mayo de 1819.
La división, después de atravesar el Atlántico y encarar el cruce del cabo de Hornos, tuvo que afrontar los variables vientos del sur, dispersándose sin que volviera a saberse nada más del “San Telmo”, ni de los 644 hombres que iban a bordo, siendo avistado por última vez, el 2 de septiembre en los 62º sur, desde la fragata “Mariana”, una de las dos mercantes que integraban la división, en un punto, donde las corrientes y vientos empujan directamente al norte de la isla de Livingstone, un área, entonces desconocida, desapareciendo, con hombres y bienes. Sin embargo, en octubre del mismo año, los exploradores británicos William Smith y Thomas Weddell, a quienes la generosa literatura de su país, atribuye el mérito de ser los primeros europeos en arribar al archipiélago de las Shetland del Sur, afirmaron haber encontrado los restos de un navío de guerra español de 74 cañones, perdido cuando hacía un viaje al Perú.
En 1823, Wddel, incluyó en su cartografía de la zona unos bajos denominados sintomáticamente isla Telmo, entre los cabos Shirref y Brizuela, en la isla Livingstone, lo que permite pensar que fueron los náufragos españoles del “San Telmo”, los primeros europeos en llegar hasta los confines australes, pereciendo probablemente de inanición, aunque los restos humanos encontrados por las expediciones españolas a finales del siglo XX, no se corresponden.
Por otra parte, la caótica situación española del momento bajo el nefasto reinado de Fernando VII, asó como los intereses de Gran Bretaña, que apoyaba a los independentistas americanos, hicieron que el silencio envolviera la pérdida del buque y de sus tripulantes, encontrándose solamente una breve referencia del mismo en la historia oficial.
Esta desaparición, una de las más dolorosas de la Armada española, pasó prácticamente desapercibida en los medios de la época, sin otras excepciones, que una fantástica novela alusiva de finales del XIX, y de un artículo del insigne escritor Pío Baroja, publicado a mediados del XX.
Paradójicamente, 170 años después, en 1989, España, cómo una de las naciones signatarias del tratado Antártico, estableció una base permanente en la isla de Livingstone, iniciando por primera vez en 1993 una serie una serie de investigaciones arqueológicas en este continente, apoyadas desde el buque de investigación

oceanográfica Hespérides, conducentes a la búsqueda de los restos del San Telmo, dirigidas por el arqueólogo subacuático Manuel Martín Bueno y por el geofísico Jorge Rey, recopilando datos recogidos de archivos españoles y británicos, creando el proyecto San Telmo, que cuenta así mismo con el interés de especialistas chilenos que asumen como propio el pasado virreinal, hasta el `punto de que en 1922, los científicos citados viajaron a Livingstone a bordo del buque chileno Queyón, con el objeto de colocar una lápida conmemorativa del naufragio del San Telmo en cabo Shirref, lugar al que con gran probabilidad pudo arribar el buque.
La expedición encontró esparcidos entre los recovecos de la abrupta costa, muchos restos de barcos, incluso mástiles serrados y adorno de una popa, osamentas humanas en dos pequeñas cuevas no naturales y el asentamiento de una base ignorada, todo un sugestivo augurio que quedó pendiente de una serie de campañas, únicamente posibles durante el corto verano austral y cuyo resultado se hará público a principios del siglo XXI.
El navío San Telmo, de la serie llamada de Romero Landa, conocida tambien como ildefonsinos, es el protagonista de una de las mayores catástrofes acontecidas a la Armada española. Al mando del brigadier Rosendo Porlier, desapareció con cuerpos y bienes en 1818, durante un temporal en aguas del Atlántico Sur.
Término con el que los independentistas iberoamericanos designaron a los ejércitos españoles paradójicamente estos ejércitos, se nutrieron principalmente de indígenas encuadrados en las fuerzas españolas, mandados por jefes y oficiales peninsulares, siendo por lo tanto, más genuinamente americanos que los propios rebeldes, dirigidos por mercenarios como O´Higgins, Brown,Cochrane, etc.
La división del Mar del Sur, estuvo formada por los navíos “San Telmo” y “Alejandro I” ex “Dresde”, el segundo de origen ruso, más las fragatas “María Isabel”, ex “Patricio”, igualmente rusa, “La Prueba” y la mercante “Mariana”.
El “Alejandro I”, después de cruzar la línea del Ecuador, tuvo que regresar a Cádiz por su mal estado, arribando sólo a su destino tres de los cuatro buques.
La Armada española, aunque introdujo el rango de almirante en el siglo XVIII, palabra de origen árabe, este título más bien honorífico no se utilizó prácticamente hasta el último tercio del siglo XIX, siendo por tanto sus mandos superiores, generales, jefes de escuadra y brigadires.
Navío de 74 cañones, entregado en El Ferrol, según diseño de Romero Landa, perteneciente a la serie Ildefonsinos, compuesta por 8 unidades, con unas dimensiones de 52,82 x 14,46x6,95 metros de eslora, manga y puntal respectivamente, desplazaban 1640 toneladas, una de estas unidades fue el famoso “Montañés”, distinguido en Trafalgar. De esta clase, el indigne jefe de escuadra José de Mazarredo dijo:”que no eran tormentosos y no tenían movimiento brusco con mal tiempo. Por ello, no es aventurado afirmar, que el proyecto, bajo el que se construyeron los Idelfonsinos, fue el mejor de su clase.
James Weddel, capitán ballenero inglés, cuyo nombre recibe la mar que separa el cono sur del continente americano, con el continente Antártico, realizó la primera cartografía de la zona, en una serie de expediciones patrocinadas por Shirreff, jefe de la dotación comercial británica de Valparaíso, en Chile.
La historia oficial del a Armada española, se encuentra representada por la monumental obra a últimos del siglo XIX que realizó el capitán de navío Cesáreo Fernández Duro, titulada Armada Española(desde la unión de los reinos de Castilla y Aragón, 1476-1833).
Este proyecto, financiado por la compañía Interrministerial de Ciencia y Tecnología y por el Instituto Antártico chileno, tuvo por objeto, no sólo la localización y estudios de los restos del navío perdido, sino encontrar indicios en tierra para confirmar la arribada del buque a la isla e intentar reconstruir la vida de los desafortunados tripulantes en aquél inhóspito paraje, hasta que desaparecieron, quedando posiblemente esparcidos por los fondos y playas de cabo Shirreff, pudiendo sobrevivir sólo durante un período corte de tiempo.

LA CONSTRUCCION DE UN NAVIO EN EL SIGLO XVIII

i analizamos la construcción de un navío de 1ª clase del porte de 100 cañones, en el siglo XVIII, tendremos idea de la ingente labor requerida en su construcción, sin elementos como grúas móviles, andamios desarmables, sierras eléctricas, garlopas etc. Era necesario talar 2500 a 3000 robles cada uno de los cuales proporcionaban unos 180 metros/tablazón para la construcción de un gigante de aquellos, cargarlos en carros o chatas tiradas por bueyes cansinos, con una carga sumamente incómoda para manipulear, transportarlos por caminos en pésimo estado la mayoría de las veces, sin contar cuando hubo que hacerlo por mar.
Una vez arribada la madera al astillero se cortaba y apilaba al abrigo de las inclemencias del tiempo separando del suelo y entre sí a los tablones por medio de cuñas, para permitir de esa manera, la circulación de aire entre ellos a fin de “curar” perfectamente la madera, requisito indispensable para comenzar la obra.
El roble por su abundancia (crecía en la mayoría de los países europeos) era comúnmente empleado para construir cascos de embarcaciones, sin embargo, si no está perfectamente aireada y estacionada el corazón de ésta madera crea moho y atrae los insectos que perforan la madera comenzando a pudrirse rápidamente, también hay un hongo que consume la celulosa de la madera hasta convertirla en una especie de esponja que se reduce fácilmente a polvo.
Una idea del problema de la putrefacción de la madera de roble se deduce de las pérdidas de buques durante las guerras napoleónicas que sufrió el Reino Unido, 257 navíos aludiendo sólo a las unidades abandonadas en las playas, hundidas o retiradas de servicio a causa del mal estado de su maderamen. Según una carta escrita en 1803 el almirante Collingwood, recordando un bloqueo dijo: “Sólo nos separaba de la eternidad una delgada plancha de cobre” indicando así que la madera de la obra viva de los buques estaba totalmente podrida y que los mantenían a flote sólo las planchas de cobre que recubrían el forro de madera del casco. En tanto, las colonias españolas de América proveían a la marina española de madera muy dura, como la caoba, procedente de Cuba y de la costa de la actual Honduras, la caoba, concretamente, es mucho más resistente que el roble a los efectos de la putrefacción.
La madera ideal es la teca (árbol que crece en las Indias Orientales) de madera dura, elástica, incorruptible, pero obtenerla, transportarla y luego trabajarla, resultaba muy costoso.

Con el empleo de madera dura, el intervalo entre reparaciones de los buques podía ser muy amplio, con las consiguientes ventajas para la marina que disponía de ese elemento. La mayor parte de esa madera llegaba al astillero real de La Habana donde se construyeron 74 de 221 navíos puestos en servicio por España en el siglo XVIII, y siendo en la década de 1770 el principal constructor de navíos del mundo.
El pino usado para la arboladura crecía abundante en el actual México, necesitando unos 40 árboles para hacer las 22 vergas de un navío de tres palos y de tercera clase.
A fines del siglo XVIII antes de la revolución industrial el astillero era el centro mas importante en manufacturas y los grandes navíos de línea las obras de mayor envergadura realizadas antes de dicha revolución. Cuando un buque era sometido a reparación, los trabajos no se limitaban solamente a la recorrida de los puentes, cámaras, palos y velas. En el siglo XVIII el mantenimiento de un navío de guerra exigía la sustitución periódica de todos los elementos que integraban el casco. Luego de tumbar el buque a la banda se procedía al carenado, se sustituían las tablas podridas, se limpiaban los fondos de incrustaciones y moluscos, se protegían con productos de época que se supone, protegían el casco.
Todos estos trabajos de mantenimiento prolongaban en gran medida la vida de un barco, sin embargo el costo del carenado era factor decisivo en la economía de los estados marítimos europeos en época de guerra.
El historiador José P Merino Navarro en su obra “La armada española en el Siglo XVIII” cita: que en 1763 la construcción del Victory costó 63.000 libras esterlinas, en tanto que los gastos de mantenimiento hasta el año 1815, en que finalizaron las guerras napoleónicas ascendieron a 372.000 libras esterlinas.
Tanto los que proyectaban las estructuras, como los que las construían, con sierras y hachuelas, sabían los esfuerzos que el casco debería soportar en el mar y los baos (maderos dispuestos en forma transversal cuyos extremos apoyan en las cuadernas y sirven como base a la tablazón de cubierta) son la prueba mas clara.
En los navíos de gran porte eran de sección cuadrada, de unos 36 cm de lado hechas de dos piezas cuya junta era empernada por tres o cuatro pernos de hierro y llevaban numerosas cabillas de 1 pulgada de diámetro por 3 de largo hechas de guayacán (árbol que se caracteriza por su madera de extraordinaria dureza).
La clavazón empleada en construcción naval en el siglo XVII y principios del XVIII consistía generalmente en pernos de hierro forjado y cabillas de madera dura, pero a raíz de pruebas realizadas por el Almirantazgo Británico en 1791 se dedujo que este tipo de fijaciones no eran muy efectivas en cuanto a la protección del casco, ya que el “teredo” en aguas tropicales y la “limnoria” en aguas templadas son los peores depredadores de la madera haciendo largas galerías por dentro de ella debilitándola de tal forma que semejaba a veces una fina cáscara.
Por ello se optó primero a forrar la obra viva con madera de pino superpuesta sobre el roble y sustituirla toda vez que se limpiaban los fondos. Durante muchos años se experimentó sin resultado, con diversos materiales para preservar el casco del ataque de los moluscos. Sebo de carnero, veneno, brea vegetal, plomo etc. hasta que se probó con la chapa de cobre, con la que pudo evitarse en su mayoría las incrustaciones que se acumulaban en el casco, disminuyendo ostensiblemente la velocidad del navío debido al mayor rozamiento producido en el casco durante su navegación. Esta solución sin embargo adolecía de un problema: el cobre en el agua salada reacciona con los clavos de hierro lo que obligó a sustituirlos por clavos de cobre para fijar las chapas del mismo material a la obra viva. Esto originó un aumento brutal en los precios de este metal, ya que, un navío de línea, llevaba unas 4000 planchas de cobre con un peso cercano a las 17 toneladas, a eso había que sumarle otras 2 toneladas de clavos de cobre para fijar las planchas.

A mediados del siglo XVIII la construcción de un navío era compleja, se hacía en un dique seco por el tamaño y peso del casco. En el caso de Inglaterra una pequeña parte de la madera empleada procedía del sur del país, y del resto de la Europa Continental, concretamente del Báltico, era mas resistente al agua salada que el inglés y el roble inglés estaba prácticamente agotado. En cada astillero real había alrededor de 2000 hombres trabajando 6 días a la semana figurando entre ellos los carpinteros de ribera que conformaban una tercera parte del total y de los cuales dependía la solidez y confiabilidad de la estructura que estaban fabricando. El salario, de unos tres chelines diarios más horas extras significaban ingresos nada despreciables.
La construcción empezaba con la colocación de la quilla, un elemento de 45 mt. de longitud, sección cuadrada de 50 cm. de lado hecha en base de seis o siete troncos de olmo empalmados, la columna vertebral del esqueleto del buque, que se extendía de la roda hasta el codaste y servía de soporte a los demás elementos estructurales. A ésta seguíanle las varengas (pieza de la cuaderna, que dispuesta perpendicularmente a la quilla, va empernada a ella por su medianía), sobrequilla, dormidos..... a veces era preciso torcer la madera para darle la forma necesaria y esto se conseguía mojándola y aplicándole fuego para calentarla, mientras le colocaban pesos en el extremo hasta adquirir la curvatura deseada.
En esta etapa el buque parecía el esqueleto de una ballena panza arriba. Las cuadernas iban colocadas a muy poca distancia entre sí, para dar solidez al casco y a ellas se empernaba la tablazón con que se forraba el casco. Los baos se fijaban a las cuadernas mediante dos curvatones, uno horizontal y otro vertical que se hacían de madera torcida de forma natural (de árboles que se cultivaban así a propósito). En el siglo XIX comenzaron a sustituirse con la aparición del durmiente que encaja en el extremo del bao con la unión de ambos reforzada con una diagonal de hierro.
Durante el siglo XVIII las popas de los navíos de guerra iban cubiertas de espléndidas galerías abiertas, pero a fines de siglo comenzaron a cerrarse con ventanas acristaladas, terminando éstas por imponerse.A principios del siglo XIX comenzó la progresiva desaparición de los beques situados bajo el bauprés sustituidos por una proa redondeada mucho más práctica, proyectada por Robert Sepping cuando ya había llegado el fin de los navíos de madera. En octubre de 1827 se produjo el último gran combate naval entre navíos de vela, fué la batalla de Navarino, en la que una flota combinada de Inglaterra, Francia y Rusia derrotó a la escuadra turco-egipcia durante la guerra de independencia de Grecia. La construcción mixta (estructura de acero y forro de madera)comenzó a imponerse. A pesar de todo se produjo un nuevo y breve repunte en la marina de vela cuando la aparición de los grandes y esbeltos clíperes dedicados al transporte de té, granos y lana en aquellos largos viajes a China y Australia, hasta que el vapor comenzó a ganar terreno lenta pero constantemente hasta imponerse definitivamente. Con el tiempo desaparecieron los carpinteros de ribera, los 20 km de costuras calafateadas del casco de un buque, y los 1000 metros lineales de madera que representaban la suma de los palos y vergas. Ahora el constructor trabaja el metal en vez de madera pero de todos modos los términos procedentes de la época dorada de la marina permanecen vivas y asociadas a los mismos elementos; escobén, castillo, borda y otros muchos nombres sobrevivieron en el tiempo para recordarnos las viejas tradiciones marineras.
Luis Vázquez

La alimentación en el Mar en los siglos del descubrimiento XV-XVIII

os viajes y los descubrimientos que caracterizaron la revolución de las especias tuvieron éxito, no gracias a la alimentación de las tripulaciones y de los conquistadores que los realizaron, sino a pesar de ella. Durante toda esta época, el sentimiento general era de que un capitán sólo podía retener a sus fuerzas si las alimentaba y les daba de beber en forma continua, y por supuesto, lo que se les proporcionase tenía que ser lo mismo que hubiesen tomado en Europa. La verdad es que la alimentación de los tripulantes y de las guarniciones en aquellos climas calurosos, vista desde la perspectiva de nuestros días, era la menos adecuada que pudiera pensarse.
Por ejemplo, todas las provisiones de carne estaban saladas, pues de otra forma no se hubiesen conservado bien en un clima cálido, y a menos de que se les diese un tratamiento especial para quitarles la sal antes de consumirlas, provocaban mucha sed. Sin embargo, ya en tiempos de Cromwell, se estipuló que los marineros de la armada británica tenían que recibir diariamente dos libras de carne de vacuno o de cerdo saladas, o en su lugar libra y media de pescado. La carne normalmente estaba en proceso de descomposición, si no es que estaba completamente podrida, y aunque no lo estuviese, todas las vitaminas de la carne fresca se habían destruido debido al método de conservación.
Después de la carne, el componente principal de la ración era el pan, normalmente en forma de galletas de barco. Los «biscuits» (la palabra procede de bis y cutre, términos franceses que significan «cocer dos veces») por regla general no se hacían a bordo, sino en el puerto, y en ocasiones estaban hechas desde hacía un año, o incluso más. Si las galletas procedían de la intendencia del gobierno, podía darse el caso de que estuviesen hechas hasta cincuenta años antes.
La preparación de las galletas de barco era un proceso sofisticado que exigía varias categorías de trabajadores especializados, que se conocían como quemadores, maestros, conductores, enrolladores y ayudantes.
Una vez medidas las cantidades justas de harina y agua, y echadas en la artesa, llegaba el conductor, que con sus fornidos brazos golpeaba, aporreaba, levantaba y volteaba la mezcla hasta que tomaba la consistencia de una masa... Luego venía el enrollador, que después de colocar la masa encima de una plataforma, se subía en uno de los extremos de un rodillo, llamado palo de corte. El enrollador, cabalgando sobre este rodillo, lo hacía saltar de una forma un poco ridícula, dándole a la masa un tratamiento que era una mezcla de golpearla y enrollaría. El sistema resultaba poco higiénico, pues en el proceso la masa se sobaba bastante.
A continuación, la masa aplastada, formando una capa delgada, se cortaba en lonchas con unos cuchillos enormes. Éstas, a su vez, se volvían a cortar en forma de pequeños cuadraditos, y cada cuadradito se trabajaba manualmente para darle la forma redonda de una galleta. Las galletas se marcaban, se punzaban, y se introducían con destreza en la boca del horno por medio de una pala que las iba distribuyendo por el interior de éste. La tarea de lanzar las galletas para que cayesen en el lugar preciso, se convirtió en una habilidad muy apreciada.
La galleta, una vez terminada, era dura como una piedra, y producía agujetas en las mandíbulas de cualquiera que no fuese un gorgojo galletero. Mientras permanecían en espera de ser empaquetadas, o cuando se abrían a bordo del barco, las atacaba normalmente una especie de mosca que ponía sus huevos en ellas, y con el paso del tiempo nacían las larvas. Los marineros veteranos solían golpear las galletas contra la mesa antes de comerlas, con la esperanza de que saliesen los gorgojos y se marchasen, pero éstos no siempre los complacían.
La ración de pan, en tiempos de Cromwell, era de una libra y media, además de un galón de harina. Con esta última, los marineros intentaban hacer su propio pan, siempre que el cocinero estuviese dispuesto. La harina, igual que las galletas, normalmente estaba también llena de insectos.
La bebida a bordo
Lo peor de la vida a bordo era la bebida. Cromwell había ordenado que sus marineros dispusiesen de un galón de cerveza por semana -un margen generoso, incluso aunque no hubiese ninguna otra bebida disponible a excepción del agua.
Tal y como se fabricaba en el siglo XVI, la cerveza no se podía conservar mucho tiempo en un barco'. Por lo tanto, Cromwell suprimió la ración de cerveza, y decidió que en su lugar los marineros tenían que beber ron. Afortunadamente, la Royal Navy disponía de grandes cantidades de ron desde que los ingleses conquistaron Jamaica en 1655.
Cuando se estaba en la mar, nadie bebía agua voluntariamente, pues se guardaba en barriles, e invariablemente se volvía verde y viscosa al cabo de pocos días. Los londinenses alardeaban, e hicieron creer a los capitanes de barco, que el agua del Támesis se conservaba mejor que cualquier otra, con lo que muchos barcos zarparon de Londres con sus barriles llenos de un liquido de alcantarilla. Gran parte de la vida de un capitán de barco se pasaba buscando puntos en tierra donde poder rellenar sus barriles de agua -una tarea larga y penosa, que fue la causante de no pocas hernias de los marineros. Cualquier lugar se hacía famoso entre los navegantes si en él se podían renovar las provisiones de agua, y en este sentido alcanzaron especial notoriedad la isla de Santa Elena y el Cabo de Buena Esperanza.
El hambre en el mar
La auténtica pesadilla de un viaje marítimo no era el tener que comer la espantosa comida de a bordo, sino la falta total de alimentos. Escuchemos en este sentido un relato de la época: el coronel Norwood, un caballero partidario del exiliado rey Carlos II, decidió marcharse de Inglaterra en compañía de dos amigos, el mayor Francis Morrison y el mayor Richard Fox, embarcándose el 23 de septiembre de 1649 con rumbo a Virginia. Zarparon a bordo «de un sólido barco, mal llamado el Mercader de Virginia, y que podía transportar trescientas toneladas».
A los veinte días de partir, «el barrilero empezó a quejarse de que nuestro barril de agua estaba casi vacío, indicándonos que en la bodega no quedaba suficiente para abastecer una familia tan grande (unas trescientas treinta personas) durante un mes».
Afortunadamente, la Fayal, una de las islas Azores, apareció en el horizonte, y allí se podrían renovar sus provisiones de agua. Sin embargo, «a la segunda noche de haber anclado en aquellos parajes, nuestros botes aparecieron destrozados por negligencia de los marineros, que habiendo gustado generosamente del vino, estaban borrachos perdidos, tirados a lo largo del barco y en un estado lamentable. Hacer la aguada era una cosa extremadamente aburrida», decía Norwood, «pero además se tardaba tanto por culpa de las disputas de borrachos entre nuestros hombres y los isleños, así que, tras unos días de estancia en la isla, nuestro capitán decidió zarpar, pues el barco se deterioraba cada vez más por culpa de los licores. Y si bien conseguimos una buena provisión de agua, su cantidad apenas justificaba el gasto de cerveza que se tuvo que hacer para conseguirla».
Después de embarcar «una partida de cerdos de capa negra, para poder tener carne fresca, e innumerables melocotones», estos últimos para el consumo personal de Norwood, el Virginia Merchant se hizo de nuevo a la mar. Al cabo de poco tiempo llegó a las Bermudas, pero al cambiar de rumbo hacia el norte, se vio metido en medio de un temporal que le arrastró hasta las playas de Hatteras. La galerna desmanteló el barco, llevándose también el castillo de proa (con uno de los cocineros dentro).
Tanto los pasajeros como los tripulantes quedamos en un estado lamentable, así como los alimentos que pudieron rescatarse. Parecía que íbamos a tener que soportar unas penalidades extremas, dado que la tormenta, al llevarse el castillo de proa, y al haber inundado la bodega, nos dejó el pan (la base de nuestra alimentación) tremendamente estropeado, y ya no había forma de guisar la carne, pues nos habíamos quedado sin cocina. El continuo y violento movimiento del barco hizo que no se pudiera guisar. La única manera de hacer fuego en cubierta consistía en serrar un barril por la mitad, lastrarlo, y convertirlo en una hoguera sobre la que se pudiesen hervir unos guisantes con carne salada. Pero tampoco esto resultaba fácil, y muchas veces nuestros esfuerzos se veían frustrados, y la caldera se volcaba para desesperación de nuestros estómagos vacíos.
La tormenta seguía, y a pesar de los meritorios esfuerzos realizados para reparar el barco, seguían sin avisar ninguna costa americana; «nuestras provisiones de agua habían desaparecido, y la carne no estaba en condiciones de ser comida. Las vituallas que nos quedaban sólo nos permitían distribuir una galleta por persona y día, y aun con este racionamiento no teníamos para mucho tiempo».
La galerna continuó:
Empezamos a sentir un hambre acuciante. Las mujeres y los niños lloraban desconsoladamente. El infinito número de ratas que habían constituido nuestra pesadilla durante el viaje, se convirtieron en presas deseadas y perseguidas, vendiéndose incluso algunas de ellas. Concretamente, una rata bastante gorda llegó a alcanzar un precio de diecisiete chelines en nuestro mercado particular. Es más, antes de que acabase el viaje (y esta información no la comprobé directamente, aunque la fuente me merece confianza), una mujer embarazada ofreció veinte chelines por una rata, pero su propietario se negó a vendérsela, y la mujer falleció.
Aunque los pasajeros y la tripulación del Virginia Merchant, empezaban a perder la batalla contra el hambre, no decidieron poner todas las provisiones en común, como les recomendaba Norwood.
Así se sucedieron tristemente muchos días y muchas noches, hasta que llegó la sagrada fiesta de la Navidad, que nos aprestamos a celebrar de forma muy melancólica. Sin embargo, para resaltar la fecha, decidimos agrupar todos los restos de comida que nos quedaban y hacernos un pudín mezclando frutas, especias y agua de mar, y friendo la pasta resultante. Nuestra acción despertó la envidia de los demás pasajeros, que no obstante no se entrometieron en nuestra tarea, y salvo algún regalo que enviamos a la mesa del capitán, pudimos disfrutar de nuestro pudín de Navidad sin tener que soportar ningún incidente.
Mi mayor angustia era la sed. Soñaba con bodegas y grifos que me echaban agua por la garganta, y estos sueños hacían que el despertar fuese peor todavía. Encontré una ayuda muy especial al disfrutar de la amistad del capitán, que me permitió compartir algunos tragos de un clarete que tenía escondido en su bodega particular.
El escorbuto
Muchos pasajeros y miembros de la tripulación, además de sufrir un hambre horrible, tenían que padecer las consecuencias de la llamada enfermedad del marinero, es decir, del escorbuto. Cuando finalmente el Virginia Merchant consiguió echar el ancla junto a las costas americanas, lo primero que hubo que hacer fue trasladar los enfermos a tierra para que comiesen alimentos frescos y pudiesen recuperarse.
El escorbuto es una enfermedad producida por la falta de vitamina C, la vitamina que contienen las frutas, las verduras, y la carne fresca. Casi todos los animales, excepto el hombre, son capaces de sintetizar la vitamina C, por lo que no tienen necesidad de una dieta a base de frutas y verduras que la contenga, ya que tienen en su sangre suficiente ácido ascórbico, que es otra manera de llamar a la vitamina C. Debido a este fenómeno, una de las formas de proporcionarse la vitamina C es comerse un animal recién sacrificado, como las ratas que el coronel Norwood y sus compañeros tuvieron que tomar a bordo del Virginia Merchant. Sin embargo, como hemos visto, nunca había suficientes ratas para todo el mundo. Para combatir el escorbuto, los marineros solían tomar cítricos, que tienen un alto contenido de esta vitamina. Por supuesto, aquellos marineros no lo sabían, ni sabían siquiera lo que era una vitamina, pero comprobaron por experiencia que este cambio de dieta les curaba de la «enfermedad del marinero».
Jacques Cartier, cuando se vio atrapado en el invierno de 1535-36 entre los hielos de lo que hoy se llama Quebec, vio cómo el noventa por ciento de sus hombres enfermaba de escorbuto, y cómo se recuperaron a la semana de beber una infusión de cortezas del árbol de la vida. Ya en 1601, los marineros de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, tenían conciencia de la relación que existía entre comer naranjas y limones, y la curación del escorbuto. Así, anclaban en el extremo sur de Madagascar, compraban grandes cantidades de cítricos, y después de exprimirlos, echaban su zumo en los barriles como remedio «antiescorbútico».
También otros marineros, especialmente los mediterráneos, tomaban zumos de limón directamente como preventivo de la enfermedad, pero tuvo que pasar mucho tiempo antes de que esa costumbre fuese generalmente adoptada. Una de las razones que propiciaron este retraso era que muchas personas, y más particularmente los médicos, atacaban enérgicamente la idea de que fuese sano el comer fruta o el beber su zumo, y que desde luego con ello no se curaba nada. Es más, algunas personas llegaban a atribuir la gran mortandad que se producía en los viajes marítimos, a que los marineros tomaban demasiadas frutas tropicales cuando llegaban a su destino.
Así pues, el escorbuto siguió haciendo estragos entre las tripulaciones de los barcos que realizaban largas travesías. En 1619, por ejemplo, Jens Munk, un almirante danés, condujo una expedición de dos barcos y sesenta y cuatro hombres a la desembocadura del río Churchill, en la bahía de Hudson. Los daneses pasaron ahí el verano, y permanecieron en bastante buen estado de salud durante los primeros meses del invierno, pero a partir de ahí, empezaron uno tras otro a coger el escorbuto, y en el mes de junio sólo sobrevivían cuatro; Munk entre ellos.
Al final de la primavera ártica empezaron a retoñar unos cuantos brotes verdes, y Munk y sus compañeros los chuparon desesperadamente. No podían masticar, pues el escorbuto les había dejado sin dientes y con las encías muy hinchadas. Con un esfuerzo sobrehumano, los supervivientes, ahora reducidos a tres, consiguieron fletar el más pequeño de los navíos y ponerlo rumbo a Dinamarca. El escorbuto había acabado con los sesenta y un exploradores.
Una de las características más lamentables de esta enfermedad era que marcaba la diferencia entre el tener» y el «no tener». Aquellos que «no tenían» probablemente se morirían de escorbuto, mientras contemplaban cómo se mantenían relativamente sanos los que «tenían» sus propias provisiones guardadas en su camarote. Louis Antoine, conde Bougainville (1729-1811) partió en un viaje alrededor del mundo en 1767. 'ha a ser un viaje que habría de tener todo tipo de repercusiones importantes, y no sólo, por supuesto, por el descubrimiento de la buganvilla, una de las flores tropicales más bellas que se conocen. Uno de los oficiales que acompañaba a Bougainville escribió un diario durante el viaje, y los siguientes extractos dan fe de las extremas diferencias que existían a bordo, entre los que, como Bougainville, poseían provisiones especiales, y aquellos que tenían que depender de la comida general del barco.
Puesto que si escribo este diario es para que pueda servirle de provecho a mi hijo, voy a intentar no omitir ninguna apreciación que pudiera serle útil. Por lo tanto me veo en la obligación de advertirle que nunca se embarque en expediciones de este tipo (aunque piense comer en la mesa del capitán), sin llevar consigo considerables provisiones de cacao, café, y tortas para hacer caldo. Los pollos no aguantaron demasiado bien, pues se negaron a comer nuestro grano, al que no estaban acostumbrados, y murieron bastantes.
Al final, varios miembros de la expedición han contraído el escorbuto, y por desgracia me encuentro entre ellos. Tengo la boca completamente estropeada, y no podemos mejorarnos comiendo carne fresca porque no tenemos dientes con qué masticarla. Ayer, con gran esfuerzo, me comí una rata a medias con el Príncipe de Nassau. Confesamos que estaba muy rica, y que nos podríamos dar por satisfechos si pudiésemos comer rata con frecuencia, y silos demás decidiesen que este tipo de carne les daba asco...
A la hora de cenar se sirvió un nuevo guiso. Estaba hecho cociendo el cuero de las bolsas que habían contenido la harina. Dejándolo en agua, se puede conseguir ablandar un poco este cuero, luego se le arrancan los pelos, pero a pesar de ello, no es ni la mitad de bueno que las ratas. Hoy también sacaron a la mesa tres ratas, que fueron auténticamente devoradas...
Monsieur de Bougainville tiene para su servicio exclusivo dos cocineros, un mayordomo, dos camareros y tres negros. No puedo dejar de señalar que si ya es difícil para los oficiales el verse obligados a comer la ración normal de la tripulación, es más duro el no ver nunca al jefe de la expedición sentarse a comer con ellos, aunque en principio no tendría que haber ninguna otra mesa. El está acostumbrado a tomar chocolate, preparado con pasta de almendras, azúcar y agua. Este es el único extra que añade a su dieta sobre nuestras provisiones. Podría añadir que disfruta también de la leche que le proporciona una cabra que embarcó en Montevideo (hoy la van a sacrificar). Sin embargo, estas pequeñas diferencias, unidas a otras provisiones que sin duda existirán, aunque las desconocemos, son las que marcan la gran diferencia entre su estado y el nuestro. Él parece saludable, lozano, y su cara presenta una maravillosa redondez, que nos hace avergonzarnos de nuestro aspecto famélico y hambriento.
Bebidas antiescorbúticas
El chocolate no servía para combatir el escorbuto, pero al menos permitía que el agua fétida no resultase tan repugnante. El escorbuto iba a seguir siendo el gran azote de los navegantes de altura hasta el siglo XVIII, cuando en 1753, un cirujano naval escocés llamado James Lind, después de cuidadosos experimentos, publicó su Tratado sobre el escorbuto. Este estudio demostraba que la enfermedad se producía por una deficiencia, que se podía curar comiendo naranjas o limones, o bebiendo sus zumos.
Sin embargo, a Lind se le prestó poca atención hasta que el capitán James Cook (1728-79) se interesó por sus trabajos. Cook había llegado a ser capitán partiendo de los puestos subalternos más bajos -algo que hubiera sido imposible en la armada francesa- y por lo tanto podía hablar con los marineros en su propio lenguaje. En sus viajes exploratorios llevó consigo algunos barriles de zumo de limón y de repollo fermentado, convenciendo a sus hombres para que lo probasen. El resultado fue que ni uno solo de los miembros de su tripulación murió de escorbuto, en ninguna de las tres grandes travesías que realizó.
A pesar de ello, la Royal Navy no incluyó raciones antiescorbúticas de forma oficial en su flota hasta 1795, dieciséis años después de la muerte de Cook, y fue el zumo de lima, en lugar del de limón, el escogido, a pesar de que éste era menos efectivo que el de otros cítricos. Esta preferencia por el zumo de lima, fue por lo que los marinos americanos dieron a los ingleses el apodo de «Limeys».
Fuente: La Pagina del Conocimiento de Martín Cagliani

Juicios de Dios en la Edad Media Europea

e llaman «ordalías» o «juicios de Dios» a aquellas pruebas que, especialmente en la Edad Media occidental, se hacían a los acusados para probar su inocencia. El origen de las ordalías se pierde en la noche de los tiempos, y era corriente en los pueblos primitivos, pero fue en la Edad Media cuando tomó importancia en nuestra civilización.
En el lento camino de la sociedad hacia una justicia ideal la ordalía representa el balbuceo jurídico de hombres que se esfuerzan por regular sus conflictos mediante otro camino que no sea el recurso de la fuerza bruta, y en la historia del derecho es un importante paso hacia adelante.
Hasta entonces lo que imperaba era la ley del más fuerte, y si bien con la ordalía la prueba de la fuerza continúa, se coloca bajo el signo de potencias superiores a los hombres.
Varios eran los sistemas que se usaban en las ordalías. En Occidente se preferían las pruebas a base del combate y del duelo, en los que cada parte elegía un campeón que, con la fuerza, debía hacer triunfar su buen derecho. La ley germánica precisaba que esta forma de combate era consentida si la disputa se refería a campos, viñas o dinero, estaba prohibido insultarse y era necesario nombrar dos personas encargadas de decidir la causa con un duelo.
La ordalía por medio del veneno era poco conocida en Europa, probablemente por la falta de un buen tóxico adecuado a este tipo de justicia, pero se utilizaba a veces la curiosa prueba del pan y el queso, que ya se practicaba en el siglo II en algunos lugares del Imperio romano. El acusado, ante el altar, debía comer cierta cantidad de pan y de queso, y los jueces retenían que, si el acusado era culpable, Dios enviaría a uno de sus ángeles para apretarle el gaznate de modo que no pudiese tragar aquello que comía.
La prueba del hierro candente, en cambio, era muy practicada. El acusado debía coger con las manos un hierro al rojo por cierto tiempo. En algunas ordalías se prescribía que se debía llevar en la mano este hierro el tiempo necesario para cumplir siete pasos y luego se examinaban las manos para descubrir si en ellas había signos de quemaduras que acusaban al culpable.
El hierro candente era muchas veces sustituido por agua o aceite hirviendo, o incluso por plomo fundido. En el primer caso la ordalía consistía en coger con la mano un objeto pesado que se encontraba en el fondo de una olla de agua hirviendo; en el caso de que la mano quedara indemne, el acusado era considerado inocente.
En 1215, en Estrasburgo, numerosas personas sospechosas de herejía fueron condenadas a ser quemadas después de una ordalía con hierro candente de la que habían resultado culpables. Mientras iban siendo conducidas al lugar del suplicio, en compañía de un sacerdote que les exhortaba a convertirse, la mano de un condenado curó de improviso, y como los restos de la quemadura hubiesen desaparecido completamente en el momento en que el cortejo llegaba al lugar del suplicio, el hombre curado fue liberado inmediatamente porque, sin ninguna duda posible, Dios había hablado en su favor.
En algunos sitios se hacía pasar al acusado caminando con los pies descalzos sobre rejas de arado generalmente en número impar. Fue el suplicio impuesto a la madre del rey de Inglaterra Eduardo el Confesor, que superó la prueba.
La ordalia por el agua era muy practicada en Europa para absolver o condenar a los acusados. El procedimiento era muy simple: bastaba con atar al imputado de modo que no pudiese mover ni brazos ni piernas y después se le echaba al agua de un río, un estanque o el mar. Se consideraba que si flotaba era culpable, y si, por el contrario, se hundía, era inocente, porque se pensaba que el agua siempre estaba dispuesta a acoger en su seno a un inocente mientras rechazaba al culpable. Claro que existía el peligro de que el inocente se ahogase, pero esto no preocupaba a los jueces. Por ello, en el siglo IX Hincmaro de Reims, arzobispo de la ciudad, recomendó mitigar la prueba atando con una cuerda a cada uno de los que fuesen sometidos a esta ordalía para evitar, si se hundían, que «bebiesen durante demasiado tiempo».
Esta prueba se usó mucho en Europa con las personas acusadas de brujería.
En todas las civilizaciones, las ordalías que tuvieron un origen mágico estaban encargadas a los sacerdotes, como comunicadores escogidos entre el hombre y la divinidad, y cuando la Iglesia asumió junto a su poder espiritual parcelas del poder temporal, tuvo que pechar con la responsabilidad de una costumbre que era difícil de hacer desaparecer rápidamente, y no pudiendo prohibiría bruscamente se esforzó en modificar progresivamente su uso para hacerle perder el aspecto mágico que la Iglesia consideraba demasiado vecino a la brujería.
La ordalía fue, pues, practicada como una apelación a la divina providencia para que ésta pesase sobre los combates o las pruebas en general, y los obispos se esforzaron en humanizar todo lo que en ella había de cruel y arbitrario.
Durante la segunda mitad del siglo XII el papa Alejandro III prohibió los juicios del agua hirviendo, del hierro candente e incluso los «duelos de Dios», y el cuarto concilio Luterano, bajo el pontificado de Inocencio III, prohibió toda forma de ordalía a excepción de los combates: "Nadie puede bendecir, consagrar una prueba con agua hirviente o fría o con el hierro candente.» Pero, no obstante estas prohibiciones, la ordalía continuó practicándose durante la Edad Media, por lo que doce años después, durante un concilio en Tréveris, tuvo que renovarse la prohibición.
Los defensores de la ordalía basaban su actividad en ciertos versículos del Ahtiguo Testamento, en los que algunos sospechosos de culpabilidad eran sometidos a una prueba consistente en beber una pócima preparada por los sacerdotes y de cuyo resultado se dictaminaba si el acusado era culpable o no.
Las ordalías a base de ingerir sustancias venenosas eran poco usadas en Europa debido a la dificultad de encontrar pócimas adecuadas debido a la escasez de sustancias venenosas, pero en pueblos de Asia o Africa, especialmente en este último continente, se usaron con profusión hasta nuestros días. Muchas veces las autoridades coloniales tuvieron que intervenir prohibiendo este tipo de actuaciones, pero sin gran resultado. Ignoro si hoy, con la independencia de las antiguas colonias y la subsiguiente de los tribunales coloniales, continúan practicándose ordalías con el veneno, tan frecuentes en otro tiempo.

EL COMBATE DEL GALEÓN SAN DIEGO CONTRA LOS HOLANDESES

l 16 de octubre de 1600 la flota holandesa formada por el Mauritius, el Hope, el Eendracht y el Hendrik Frederik fondea cerca de Luzón haciéndose pasar por francesa. A bordo del buque insignia Mauritius, el almirante Olivier de Noort comandaba una operación contra Manila. El Gobernador Francisco Tello organizó la defensa. Embarcó los cañones que defendían Manila a bordo de un galeón que se encontraba fondeado en Cavite, el San Diego, al que se unió el patache bautizado San Bertolomé y dos pequeñas galeras. Tras el combate el San Diego resultó hundido y sus náufragos masacrados desde el Mauritius, el Eendracht capturado por el San Bartolomé.En adelante los holandeses rehusaron el combate con los barcos españoles. En 1992 Frank Goddio, a bordo del catamarán Kaimiloa localizó el pecio del San Diego a unos 1200 metros de la Isla Fortuna. Se extrajeron 6000 piezas desde una profundidad de unos 50 metros. Hundimiento del San Diego:El San Diego, con catorce cañones de bronce de diferentes calibres y las provisiones necesarias para varios días, partió el 11 de diciembre de 1600, al mando de Antonio de Morga, acompañado con la otra flotilla. Más de cuatrocientas cincuenta personas se embarcaron en los barcos españoles, entre los que se encontraban unos ciento cincuenta nobles de Manila y algunos mercenarios japoneses. Y así, tres días después, se encontraron frente a frente ambas flotas, la española y la holandesa, librándose inmediatamente una batalla naval donde inicialmente el galeón San Diego en su maniobra aborda y apresa al buque insignia mandado por Olivier de Noort, el Mauritius. Los españoles toman el navío holandés al abordaje y, después de varias horas de combate, donde ya los holandeses se habían refugiado en las bodegas para su última defensa que presumía una victoria española, le aparece al San Diego una vía de agua en el barco, debajo de la línea de flotación. Antonio de Morga, indeciso, no sabiendo si quedarse a bordo del galeón holandés que le confirmaba una victoria segura, inexplicablemente se decide por picar y soltar amarras, que aguantaban al navío holandés, y navegar con parte de los españoles a bordo del San Diego, rumbo a la Isla Fortuna, pero con la mala suerte de que el galeón español comenzó a hundirse rápidamente, salvándose de este naufragio el almirante Antonio de Morga y un centenar de hombres que, por sus propios medios, llegaron hasta esta isla. (Juan Manuel Gracia Menocal)

Andalucía y los sueños furiosos

odría ser la historia de Buenos Aires y el tango, pero transcurre lejos, al sur de España, en otros puertos. La península ibérica se abisma allí, en Gibraltar, sobre Africa, a metros del Peñón que en vano intenta diferenciar las aguas en mediterráneas y atlánticas. Allí, por fin, comienza Andalucía: tierra milenaria de migraciones y mestizajes en la cual romanos, visigodos, árabes, judíos, católicos y gitanos –matándose unos a otros para quedarse- mezclaron, sin buscarlo ni saberlo, como las aguas, sus corrientes e influencias, su sangre. Luego, a partir del siglo XVI, la región fue convirtiéndose en tierra estable, y el pasado haciéndose presente. Cómo podría no haber surgido entonces allí el flamenco, más que una música –al igual que el tango- una fatalidad del paisaje, un crisol de razas, un lamento de nostalgias y destierros, un desgarro rítmico de orillas y arrabales: la más digna aceptación de aquellas cosas contra las que un grupo de hombres no pudo en la vida, cosas de las que ya no hablaba,.de tan sabidas, cuando al final comenzó a cantarlas, de tan sentidas.
Así, en algún patio familiar, se cree, empezó todo, a capella, sin guitarras ni baile. Imposible determinar cuándo y dónde. Las genealogías del flamenco –una vez más, como las del tango- tienen domicilio en la leyenda. Imposible también determinar qué cultura prevalece más sobre otras: allí están –se dice- los cantos monocordes islámicos, las melodías salmoniales, el sistema musical judío, los modos jónico,y frigio inspirados en el canto bizantino, los antiguos sistemas musicales hindúes, los cantos musulmanes, las canciones populares mozárabes.
Los especialistas no descartan nada. Fijan incluso el origen a fines del siglo XVIII –hacia 1770- en Cádiz, Jerez y Triana, antiguo suburbio sevillano, hoy barrio vital en la capital andaluza. Lo que siguió se parece mucho a la evolución de cualquier folclore y, muy en particular, a la del tango: nacido en los suburbios, asociado durante años a lo marginal, definido y redefinido hasta el cansancio por revolucionarios y puristas, el flamenco trascendió al fin las fronteras, legando genios al mundo: Silverio Franconetti –para muchos el mejor cantaor de la historia- Juan Breva, Fosforito Viejo, Antonio Chacón, “La Niña de los Peines”, Manuel Torre, Manolo Caracol, Juan Talega, Antonio Mairena, y, desde luego, Ramón Montoya: el primer revolucionario de la guitarra flamenca, lo que a nosotros sería, en el bandoneón, Arolas o Maffia y, en el tango en general, Julio De Caro. Sin Montoya, Paco de Lucía, por poner un caso, sería impensable. De algún modo, también, Camarón de la Isla, con quien De Lucía grabó en 1969 el primero de los varios discos que los reunió, haciendo de Camarón la última gran estrella mundial del cante jondo. Hoy los grandes tampoco faltan: José de la Tomasa, Chocolate, José Mercé, Diego El Cigala, Enrique Morente.
Queda, por supuesto, mucho por contar. Vivencias, en cambio, son las que van en uno, y el flamenco será ese ritual vestido -más que de gala- de luto, rodeado por la algarabía de un aquelarre o de un exorcismo de palmas y de “oles” en el que la belleza trae consigo la tragedia, como la muerte va vestida de luces en cualquier plaza de toros, como Lorca agonizando al costado de un camino, como Boabdil dejando al fin a su amada Alhambra,entregando así el último bastión árabe a los españoles, acariciando al salir las plantas de sus jardines para llevarse impresa en la punta de los dedos las nervaduras de las hojas, la huella, en sus propias huellas, de su identidad perdida. De esto y mucho más vive el flamenco: de historias, conocidas u olvidadas, contenidas todas en el interior de una guitarra, en las gargantas que van naciendo.
Si como se ha dicho, el silencio es ese blanco tapiz sobre el cual el sonido pinta sus formas, aquí, en Andalucía, el pincel es puñal –uñas, tacos, dientes- el trazo es un desgarro, y la pintura, sangre alborotándose, derramándose a veces, bajo el nombre de la pasión.
Diego Bagnera

DATOS DE LA REAL ISLA DE LEON

an Fernando.- Con administración de rentas, de salinas y cargadas, de correos y loterías, posee arsenal, caserío de provisiones de víveres, cuarteles para la tropa de artillería de Marina, colegio naval para los aspirantes a la misma, capitanía general, intendencia y contaduría principal, juzgados y demás dependencias de los cuerpos auxiliares de la Armada.

Situación y clima.- Está situada en un llano al S.O. de la península. Formando parte de la isla gaditana, circuida por el océano. La combaten todos los vientos, por no hallarse abrigada de monte ni eminencia alguna y con particularidad de E o levante, que causa comúnmente muchos daños en el plantío y grande incomodidad a las personas, por la fuerza que adquiere a su paso por la angostura del estrecho de Gibraltar, en el sitio es casi insoportable dicho viento a causa de que, pasando por elevados montes caldeados por el sol, además de la fuerza con la que viene, adquiere una naturaleza sumamente cálida, produce irritaciones y tabardillos que son las enfermedades más comunes de este país;por lo demás es bastante sano.

Circunstancias de la población.- Tiene 2.240 casas entre la Casería de Osio, Arsenal de la Carraca, población de San Carlos, huertas, viñas y salinas, de las cuales más de 500 se encuentran en estado ruinoso. La ciudad tiene 156 calles; la Casería de Osio 6 calles y 33 casas, y la Carraca 7 calles con 74 casas. Desde el año 1821 se han derribado más de 800 edificios, lo que muestra la gran decadencia a que ha venido la población; primero porque habiéndose construido muchos edificios y barrios enteros de mala fábrica, en la guerra de la Independencia, a causa de la necesidad de edificar prontos para avecindar la multitud de familias que acudían a refugiarse con el Gobierno y ejército en la isla gaditana, segundo: el enorme atraso que por tantos años consecutivos sufrieron las clases de marina en la percepción de los haberes, tercero el enorme censo que pagan todos los terrenos demás de las contribuciones. La calle Real, cuya longitud es de unas 2302 varas castellanas, posee unos edificios espaciosos y con toda comodidad, pero en los barrios del Cristo, Pastora, Iglesia, Albinas y Callejuelas son generalmente de mala fábrica. Cuenta con 7 plazas de las cuales sólo 3 son de buena vista por sus edificios, la de las tres cruces forma un paseo con asientos y árboles, sólo 19 calles están empedradas, las 137 restantes carecen de ésta circunstancia. En la plaza de la Constitución se encuentran las casas consistoriales y la cárcel unida a ellas. En agosto de 1846 se establecieron 14 serenos y dos cabos, uniformados y armados, en 1847 se procedió al instalar el alumbrado público en las calles principales. Existe sólo un hospital, titulado de San José, fundado en 1768 por Fray Tomás del Valle. También hay un conservatorio o casa de niños huérfanos, y una casa de niño espositos, no pudiendo criarlos pues el fondo asciende a 1000 reales libres. Una escuela gratuita. Una sola parroquia titulada San Pedro y San Pablo edificada en 1760 y concluida en 1767, la otra que existe San Francisco es la castrense edificada en 1744. Además de estás dos parroquias existe como auxiliar la iglesia de un extinguido convento de carmelitas descalzos, fundado en 1686 y que hoy sirve de parque de artillería y cuartel para tropas de éste arma; 1 convento de monjas fundado en 19 de noviembre de 1760 .

Fortificación.- Caños, el único paso es el Puente Suazo que une la isla gaditana con el continente. La fortificación de dicho puente es un reducto de figura irregular que monta 10 piezas, de cañón se llama Daoiz y se va a él por un camino cubierto, como a 97 varas del mismo se halla una plaza de armas y dos baterías abarbeta, llamada Velarde montaba 6 piezas y la segunda 9. A 90 varas se halla la batería principal llamada de la Cabeza de Puente que monta 16 piezas de 24, a unas 100 varas de distancia 2 grandes reductos llamados respectivamente San Pedro y San Pablo que monta el primero 19 piezas y el segundo 15, ambos reductos son de cantería labrada, y tienen sus cuarteles para l a tropa y municiones; defienden los flancos de la batería principal, finalmente a 116 varas la batería del Portazgo con 16 piezas.
En la guerra de la Independencia, se formaron 3 líneas de baterías.
Castillo de Santipetri, batería de Urrutia, 4 almacenes de pólvora y en la batería Doctrinal de las brigadas de artillería de marina.
Puente Suazo: está construido sobre el rio Salado hoy San Pedro. El año de su fundación no se conoce, pero se cree que puede ser romano(Lucio Cornelio Balbo).En tiempo de Juan II se hallaba en ruinas, teniendo que atravesar el caño en barcas y el rey comisionó a Juan Sánchez Suazo quien ejecutó la obra (1408), en la guerra de la Independencia el ojos central se destruyó. En el siglo XVII se hallaba en su parte central el carenero de buques y fábricas de jarcias, lonas y motonería de la Armada.

Urrutia: 2 órdenes de alto y bajo, sitios de 1810 y 1823, la alta 23 piezas de 16 y la baja otras 3 del mismo calibre, fue una gran defensa contra el francés.

Batería doctrinal.- llamada de la Ardilla 1804.
San Romualdo, sirvió de parroquia y después de cárcel, cuartel y presidio.
Santipetri.- defensa entrada y salida del caño de Santipetri, tiene montada 12 piezas de distintos calibres y pueden colocarse mas de 30, lo guarnecen de forma perenne 12 hombres y un Sargento, dicese que fue el templo de Hércules.
Torre Alta.- sirve de vigía de marina para dar órdenes a la Capitanía del puerto de Cádiz, entrada y salidas de buques, se comunicaba con la Torre Tavira de Cádiz, se hace por medio de un telégrafo de 2 aspas y un plan de señales.
Zaporito.-Desembarco de todo género de comercio que importa el cabotaje, embarque para Chiclana y otros pueblos de la costa.El muelle sirve al propio tiempo de muralla para encerrar las aguas que mueven un molino harinero de 5 piedras, situado en el mismo paraje.
Fadricas.-Terreno de cantera, donde están construidos 4 almacenes de pólvora.
Gallineras.- entra todo el pescado que consume la Isla, salen frecuentes cargamentos de piedra de yeso que se extrae del Cerro de los Mártires, se ubicó una batería en la guerra de la Independencia.
Puente de Ureña.- da paso desde la población de San Carlos a la Carraca, fue construido en 1717.
Comercio.- Sal, pescado, hortalizas, 6 tiendas en donde se vende, lana, algodón, tiendas de comestibles regentados por montañeses, 6 bodegas de vino, procedente de Sanlucar, 6 refinos, 3 tiendas de herrajes, 8 curtidos, 4 almacenes de trigo y semillas, 2 de madera, 3 de loza y cristales, 40 puntos de carbón.

Fuente: Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de ultramar.
Tomo que hace referencia a Andalucía- Cádiz
Autor Pascual Madoz- Madrid 1845-1850

REAL ISLA DE LEÓN, Febrero de 1810 LAS PENURIAS DEL ASEDIO FRANCES

l 4 de Febrero de 1810, con los franceses pisándoles los talones, los restos del ejército de Extremadura, al mando del Duque de Albuquerque, se refugian en la Isla de León. También lo hacen las Cortes del Reino y la Regencia. En ese momento las defensas del Puente Zuazo son inexistentes... pero el guarda que lo cuidaba, un inválido un tanto ingenuo el hombre, tranquilizó al duque diciéndole: “Sosiéguese V.E.: que nadie ha de pasar sin pasaporte”. Tres días más tarde las tropas de Napoleón, al mando del general Soult, ponen sitio a las islas gaditanas, último trozo independiente del estado. El resto de España está ocupada por los franceses y se generaliza una anárquica rapiña y destrucción de nuestros tesoros artísticos. Y mientras en el resto del país los españoles inventaban la guerrilla, los vecinos de la Isla de León soportaron innumerables sacrificios en el asedio de 1810 a 1812. Era una ciudad volcada en la defensa del último bastión nacional y lo demostró, entre otras maneras, ofreciendo sus casas particulares para alojar a las tropas. Y no sólo las casas, también las llamadas Casa-Puertas y las azoteas se utilizaron para cobijar a españoles, ingleses y portugueses. Y ese hacinamiento, entre otros inconvenientes, predisponía la aparición de las temidas epidemias de fiebre amarilla.

Napoleón era el señor absoluto de toda Europa. Sin embargo, la escasa escuadra española, al mando del Teniente General Ignacio de Álava, y la inglesa, al mando del contralmirante Purvis, hicieron posible el abastecimiento de víveres, que nunca faltó entre la población sitiada. Aún así, en los primeros momentos del asedio hubo una preocupante escasez de leña. Y no fue un asunto menor porque de ello dependía la fabricación de estacas con las que estabilizar el fango de las defensas que se construían en todo el contorno del río de Sancti Petri y, sobre todo, era imprescindible para hornear el pan que debía consumir una población engrosada bruscamente con tropas y con los representantes de las cortes que pronto iniciarían las sesiones para redactar la primera constitución liberal española (por cierto, lo hicieron en un teatro de comedias que estos días, convertido en el Real Teatro de las Cortes de San Fernando, cumple 200 años de historia). Era tal el número de bocas que alimentar que la provisión de víveres del Ejército y la Marina no podían atender la demanda diaria de pan. Por esta razón, el Director General de Provisiones envió un oficio a la Junta de Defensa solicitando que “...se proporcione la Casa-Horno desocupada, y la artesa, del panadero Conejero, mediante a no ser bastante los hornos de la provisión para el crecido número de pan que se ha aumentado con motivo de la venida del ejército...” Ante tal petición la Junta acordó, en la sesión del 10 de febrero de 1810, comisionar “al señor don Francisco Zimbrelo para que facilite la citada casa y artesa...” Pero se dio un paso más en el intento de solucionar el problema del abastecimiento y se acordó publicar un edicto “exhortando a las mujeres del pueblo a que se dediquen a amasar y cocer pan para que por ese medio se aumente el abasto de dicha especie”. Fue lo que el pueblo de San Fernando llamó el pan del soldado. Y para eso fue preciso disponer de leña suficiente, el combustible fundamental para la cocción. Desde el primer momento se tuvo conocimiento del problema y en la sesión de la Junta de Defensa del 2 de febrero de 1810 ya se había acordado “que se corten todos los pinos que se puedan embarcar en el mismo día, empezando por los más cercanos, a cuyo efecto se pida auxilio de hombres al ejército”. Este acopio procedía del pinar de la Barca y del Cotillo, en Chiclana, al otro lado del caño de Sancti Petri, y tuvo, al mismo tiempo la intencionalidad defensiva de retrasar la primera línea parapetada del enemigo. Pero pronto se agotó y el bloqueo francés obligó a recurrir al escaso arbolado de huertas, calles y jardines que aún quedaba en la Isla. Para ello se publicó un bando con la “prohibición de toda corta de árboles del pueblo por la necesidad que hay de ellos para leña, respecto la escasez que se experimenta...” Algunos vecinos, como el señor Francisco Rapallo, donaron los olivos de su huerta y jardín para hacer leña de ellos. Pero el problema era tan inmediato que la Junta de Defensa ordenó cortar “todos los retamares de este pueblo y se almacenen por cuenta de esta Junta para, en el caso de faltar leña, puedan usarse aquellas en el vecindario y con especialidad los panaderos para el cocimiento del pan; a cuyo fin se confiere comisión al señor don Francisco del Corral”. Y aún se llegó más lejos. En la misma sesión del 17 de febrero de 1810 se insistió en buscar soluciones y se propuso utilizar el estiércol seco de las caballerizas como combustible. Y aprobaron que “para que no falten los auxilios necesarios al cocimiento del pan... se considera podía ser muy útil el acopio de estiércol de las caballerizas, respecto que después de seco, podía usarse en clase de leña en los hornos, con lo cual se encarga que la sesión de hacienda dicte las disposiciones conducentes al intento”. Y, además de leña, fue preciso acopiar maderas y estacas para construir o reparar las baterías que rodeaban la Isla de León. Revisadas estas, los responsables militares solicitaron a las autoridades materiales para fijar las baterías de Sancti Petri y Gallineras. En consecuencia, la Junta de Defensa acordó el 5 de febrero de 1810 que “se corten los pinares del Coto de la Barca, término de Chiclana, cometiéndose esta operación a los maestros carpinteros de rivera Diego Sánchez y Juan Noé, y para que se faciliten los auxilios necesarios que necesiten al intento se pase el competente oficio al señor General de División de aquel punto”. Con una premura y buena disposición dignas de resaltar, ambos carpinteros inspeccionaron el pinar del Coto de la Barca inmediatamente y al día siguiente informaron a la Junta de Defensa que habían “pasado al término de Chiclana y reconocido el Pinar que nombran de la Barca, no habían encontrado en él pino alguno a propósito para las estacas que se les encargaron...”. Por tanto hubo que buscar alternativas y a continuación acordaron utilizar las maderas y vigas de las casas ruinosas de San Fernando “...siendo como son indispensables las citadas estacas, cuyo objeto exige toda prontitud, se confiere la oportuna comisión al señor don Francisco Corral para que recoja las maderas de todas las casas ruinosas que haya en el pueblo, las que invierta en los fines enunciados”. También se había pedido auxilio a la ciudad de Cádiz para el acopio de las necesarias estacas y, en vista de la evasiva respuesta se acordó pedirla directamente al duque de Alburquerque: “Se dio cuenta de las últimas contestaciones de la Junta de Cádiz, relativas al apronto de estacas para las baterías de esta villa, y, fue acordado sobre este y los demás puntos pendientes, se representare lo conveniente al Excmo. Señor Duque de Alburquerque...” Una vez recogidas todas las viejas vigas de la Isla, y usado las que pudo aportar la ciudad de Cádiz, como el problema persistía, se empezó a talar el último pinar que existía en la ciudad, el pinar de la Casería de Infante (situada en un extremo del actual recinto militar de los Polvorines de Fadricas, actualmente sin uso): “Visto el oficio del señor Ingeniero de este ejército, pidiendo se le faciliten inmediatamente tablones, durmientes, clavos y otros efectos indispensables para la formación de la batería de la salina Santiago, fue acordado se proporcione, con efecto, dicha madera y útiles por el señor don Francisco del Corral, confiriéndole al intento la oportuna comisión; para lo cual, en el día de mañana se le franqueen dos carretas en el pinar de Infantes, y, que se pidan al arsenal de la Carraca, cuatro quintales de clavos a los mismos fines.” Esta necesidad urgente de madera y leña ocasionó el talado del pinar de Infante en los primeros momentos de asedio. Sin duda, permitió aliviar el problema, pero no solucionarlo definitivamente, y tuvo que ser una Real Orden que comunicó el Excmo. Señor Capitán General del Departamento en la sesión de la Junta de Defensa del 6 de Febrero de 1810. Tal orden prevenía “el corte del pinar de este término, conocido como el de Infantes, para que su leña se invierta en los hornos de la Provisión de Víveres de la Armada, mediante la escasez que experimenta de esta especie”. En vista de lo cual se acordó “que se corte con efecto el citado pinar por los maestros carpinteros de rivera don Juan Diego Sánchez y Juan Noé a quienes se encarga esta operación”. Y así fue como aquella frondosa arboleda que dibujó Fray Gerónimo de la Concepción en 1690, la que rodeaba la casa de Juan Infante de Olivares, regidor de Cádiz, situada en un extremo de los Polvorines de Fadricas, quedó prácticamente exterminada. Ya se quejaban los herederos de don Juan, de que los soldados que utilizaron su casería como lazareto hasta 1733, habían cortado parte del pinar para hacer leña. Pero no debió ser nada comparado con la tala masiva de 1810... Bueno, al menos sirvió para producir pan y contribuyó a mantener la independencia contra el invasor. Pocos pinares podrían decir lo mismo... hoy día, sobre su solar pastan caballos y crecen algunos eucaliptos, pero por poco tiempo. Muy pronto el progreso urbano lo ocupará. Es ley de vida. Sólo desearíamos que no se pierda la memoria de lo que fue y significó ese lugar.

Las citas están extraídas del Archivo Municipal de San Fernando, Libro 322: “1810. Cuaderno comprensivo de las Juntas que se celebraron por el gobierno establecido en esta Villa, con motivo de las actuales circunstancias de hallarse amenazada de invasión de los enemigos”.
D.C. 2 de Mayo 2004

EL ARTICULO 42

l soldado de marina José Ramón Pérez Rivas es una de las víctimas, pero victima heroica, del articulo 42 de las ordenanzas del ejército; exacto cumplidor de sus deberes, no permitió se empañara el honor de la nobilísima profesión de las armas, y no pudo olvidar que la disciplina es la base de toda corporación armada, y que sin ella no hay, como dice Azcárraga, ni ejército ni orden social, principio ingénito en el Cuerpo de Infantería de Marina, según lo demuestra su brillantísima historia, desde la batalla naval de Lepanto, hasta la defensa del arsenal de la Carraca.
El día l.°de Noviembre de 1885 fue testigo del hecho insigne de Pérez Rivas. «No nos acostumbramos, dice un periódico de la época, á la idea de que el ansia del poder ó las luchas políticas, perviertan de tal manera la noción de los deberes, que con el pretexto ó intención de derribar a un Gobierno, se trate de herir á la Patria en el corazón por sus propios hijos, cuando no están conjurados todavía los peligros que nos han amenazado; por fortuna, los temerarios que formaban la avanzada del complot, fueron presos en el acto.» Este movimiento sedicioso, esta conjura contra el Gobierno, no tuvo éxito por el tesón y la bravura de Pérez Rivas, que sabia que antes de permitir el paso al enemigo, había de defender su puesto con fuego y bayoneta hasta perder la vida.
La R. O. aprobando la concesión de la cruz de San Femando á José Ramón Pérez Rivas, nos da á conocer con todos sus detalles la proeza de tan benemérito soldado. Dice así: «Excmo. Sr.: He dado cuenta á la Reina (q. D. g.), regente del Reino, del expediente de juicio contradictorio instruido en averiguación del derecho que pudiera tener á la cruz laureada de San Fernando, el soldado de Infantería de Marina de la compañía de Guardias de Arsenales, José Ramón Pérez Rivas, por su comportamiento, estando de centinela, al rechazar á los amotinados que intentaron asesinarle en la madrugada del día 1.° de Noviembre del año próximo pasado: resultando que el interesado, hallándose de centinela en la guardia de prevención del cuartel de Guardias de Arsenales en Cartagena, la madrugada del día 1.° de Noviembre del año último, fue acometido por un grupo de catorce á diez y seis individuos, mandados por un supuesto capitán de fragata, al objeto, sin duda, de apoderarse por sorpresa del arsenal; que trataron con amenazas de desarmarle y hacerle callar, á lo que se opuso, luchando con el grupo sedicioso y gritando á la vez con objeto de lograr que acudiese auxilio, con lo que dio motivo á que le dispararan varios tiros, causándole dos heridas graves en la cabeza, y que acudiera la pareja inmediata de servicio así como la fuerza del cuartel, dando lugar á que huyeran los amotinados sin lograr su descabellado intento: considerando que dicho soldado con su enérgico comportamiento consiguió extender la alarma, hizo fracasaran los planes de los sublevados, así como que á poco se pudiera conseguir la importante captura de todos ellos: considerando que el hecho llevado á cabo por el soldado Rivas, por su analogía, es de los calificados como heroico, según el caso once del artículo 31 de la ley de 18 de Marzo de 1862; Su Majestad, conformándose con lo expuesto por el Consejo Supremo de Guerra y Marina en acordada de 27 de Marzo último, ha tenido á bien conceder al interesado la cruz de segunda clase de San Fernando con la pensión vitalicia de cuatrocientas pesetas anuales, que le serán abonadas desde el referido día 1 de Noviembre de 1885.»
El 9 de Mayo de 1886, le impuso la cruz de San Fernando, el capitán general del Departamento, á presencia de toda la fuerza de la guarnición, resultando un acto imponente, al que se asoció el pueblo de Cartagena, rindiendo un tributo de admiración al valiente soldado que de modo tan heróico, supo patentizar que los defensores del orden, la lealtad y la disciplina, son y serán siempre muros infranqueables para los partidarios de inútiles discordias y anárquicos principios.
En tierra y á bordo de las guerreras naves; en las batallas terrestres y en los combates navales; en naufragios y en incendios; en las contiendas políticas y en las luchas civiles y coloniales, el infante de marina ha sido siempre el mismo, rememorando sus hazañosas empresas las que realizaron en belígeras acciones los soldados de las compañías de mar y tierra, los hombres de armas, los ballesteros, los almogábares, los alieres, los proeles y los sobresalientes, nombres distintos del soldado de marina, que embarcado en las galeras, en los navíos, en los galeones y en los modernos buques de guerra, ha conseguido para su cuerpo preclaros timbres, para su morada bandera lauros inmarcesibles, y gloriosos triunfos para su Patria.