odría ser la historia de Buenos Aires y el tango, pero transcurre lejos, al sur de España, en otros puertos. La península ibérica se abisma allí, en Gibraltar, sobre Africa, a metros del Peñón que en vano intenta diferenciar las aguas en mediterráneas y atlánticas. Allí, por fin, comienza Andalucía: tierra milenaria de migraciones y mestizajes en la cual romanos, visigodos, árabes, judíos, católicos y gitanos –matándose unos a otros para quedarse- mezclaron, sin buscarlo ni saberlo, como las aguas, sus corrientes e influencias, su sangre. Luego, a partir del siglo XVI, la región fue convirtiéndose en tierra estable, y el pasado haciéndose presente. Cómo podría no haber surgido entonces allí el flamenco, más que una música –al igual que el tango- una fatalidad del paisaje, un crisol de razas, un lamento de nostalgias y destierros, un desgarro rítmico de orillas y arrabales: la más digna aceptación de aquellas cosas contra las que un grupo de hombres no pudo en la vida, cosas de las que ya no hablaba,.de tan sabidas, cuando al final comenzó a cantarlas, de tan sentidas.
Así, en algún patio familiar, se cree, empezó todo, a capella, sin guitarras ni baile. Imposible determinar cuándo y dónde. Las genealogías del flamenco –una vez más, como las del tango- tienen domicilio en la leyenda. Imposible también determinar qué cultura prevalece más sobre otras: allí están –se dice- los cantos monocordes islámicos, las melodías salmoniales, el sistema musical judío, los modos jónico,y frigio inspirados en el canto bizantino, los antiguos sistemas musicales hindúes, los cantos musulmanes, las canciones populares mozárabes.
Los especialistas no descartan nada. Fijan incluso el origen a fines del siglo XVIII –hacia 1770- en Cádiz, Jerez y Triana, antiguo suburbio sevillano, hoy barrio vital en la capital andaluza. Lo que siguió se parece mucho a la evolución de cualquier folclore y, muy en particular, a la del tango: nacido en los suburbios, asociado durante años a lo marginal, definido y redefinido hasta el cansancio por revolucionarios y puristas, el flamenco trascendió al fin las fronteras, legando genios al mundo: Silverio Franconetti –para muchos el mejor cantaor de la historia- Juan Breva, Fosforito Viejo, Antonio Chacón, “La Niña de los Peines”, Manuel Torre, Manolo Caracol, Juan Talega, Antonio Mairena, y, desde luego, Ramón Montoya: el primer revolucionario de la guitarra flamenca, lo que a nosotros sería, en el bandoneón, Arolas o Maffia y, en el tango en general, Julio De Caro. Sin Montoya, Paco de Lucía, por poner un caso, sería impensable. De algún modo, también, Camarón de la Isla, con quien De Lucía grabó en 1969 el primero de los varios discos que los reunió, haciendo de Camarón la última gran estrella mundial del cante jondo. Hoy los grandes tampoco faltan: José de la Tomasa, Chocolate, José Mercé, Diego El Cigala, Enrique Morente.
Queda, por supuesto, mucho por contar. Vivencias, en cambio, son las que van en uno, y el flamenco será ese ritual vestido -más que de gala- de luto, rodeado por la algarabía de un aquelarre o de un exorcismo de palmas y de “oles” en el que la belleza trae consigo la tragedia, como la muerte va vestida de luces en cualquier plaza de toros, como Lorca agonizando al costado de un camino, como Boabdil dejando al fin a su amada Alhambra,entregando así el último bastión árabe a los españoles, acariciando al salir las plantas de sus jardines para llevarse impresa en la punta de los dedos las nervaduras de las hojas, la huella, en sus propias huellas, de su identidad perdida. De esto y mucho más vive el flamenco: de historias, conocidas u olvidadas, contenidas todas en el interior de una guitarra, en las gargantas que van naciendo.
Si como se ha dicho, el silencio es ese blanco tapiz sobre el cual el sonido pinta sus formas, aquí, en Andalucía, el pincel es puñal –uñas, tacos, dientes- el trazo es un desgarro, y la pintura, sangre alborotándose, derramándose a veces, bajo el nombre de la pasión.
Diego Bagnera
Así, en algún patio familiar, se cree, empezó todo, a capella, sin guitarras ni baile. Imposible determinar cuándo y dónde. Las genealogías del flamenco –una vez más, como las del tango- tienen domicilio en la leyenda. Imposible también determinar qué cultura prevalece más sobre otras: allí están –se dice- los cantos monocordes islámicos, las melodías salmoniales, el sistema musical judío, los modos jónico,y frigio inspirados en el canto bizantino, los antiguos sistemas musicales hindúes, los cantos musulmanes, las canciones populares mozárabes.
Los especialistas no descartan nada. Fijan incluso el origen a fines del siglo XVIII –hacia 1770- en Cádiz, Jerez y Triana, antiguo suburbio sevillano, hoy barrio vital en la capital andaluza. Lo que siguió se parece mucho a la evolución de cualquier folclore y, muy en particular, a la del tango: nacido en los suburbios, asociado durante años a lo marginal, definido y redefinido hasta el cansancio por revolucionarios y puristas, el flamenco trascendió al fin las fronteras, legando genios al mundo: Silverio Franconetti –para muchos el mejor cantaor de la historia- Juan Breva, Fosforito Viejo, Antonio Chacón, “La Niña de los Peines”, Manuel Torre, Manolo Caracol, Juan Talega, Antonio Mairena, y, desde luego, Ramón Montoya: el primer revolucionario de la guitarra flamenca, lo que a nosotros sería, en el bandoneón, Arolas o Maffia y, en el tango en general, Julio De Caro. Sin Montoya, Paco de Lucía, por poner un caso, sería impensable. De algún modo, también, Camarón de la Isla, con quien De Lucía grabó en 1969 el primero de los varios discos que los reunió, haciendo de Camarón la última gran estrella mundial del cante jondo. Hoy los grandes tampoco faltan: José de la Tomasa, Chocolate, José Mercé, Diego El Cigala, Enrique Morente.
Queda, por supuesto, mucho por contar. Vivencias, en cambio, son las que van en uno, y el flamenco será ese ritual vestido -más que de gala- de luto, rodeado por la algarabía de un aquelarre o de un exorcismo de palmas y de “oles” en el que la belleza trae consigo la tragedia, como la muerte va vestida de luces en cualquier plaza de toros, como Lorca agonizando al costado de un camino, como Boabdil dejando al fin a su amada Alhambra,entregando así el último bastión árabe a los españoles, acariciando al salir las plantas de sus jardines para llevarse impresa en la punta de los dedos las nervaduras de las hojas, la huella, en sus propias huellas, de su identidad perdida. De esto y mucho más vive el flamenco: de historias, conocidas u olvidadas, contenidas todas en el interior de una guitarra, en las gargantas que van naciendo.
Si como se ha dicho, el silencio es ese blanco tapiz sobre el cual el sonido pinta sus formas, aquí, en Andalucía, el pincel es puñal –uñas, tacos, dientes- el trazo es un desgarro, y la pintura, sangre alborotándose, derramándose a veces, bajo el nombre de la pasión.
Diego Bagnera
1 comentario:
no soy española, no soy argentina, pero si hija de tierras colonizadas por españoles. Por eso resulta imposible sentirse ajena a este relato tan entrañable de una parte de este planeta que siento como propia, tal vez por esas memorias perdidas que a veces nos hacen pensar que en algun momento hicimos parte de esa realidad aunque hayamos visto la luz del dia al otro lado del mar.
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