os cruzados creyeron que alcanzar Jerusalén sería empresa rápida y sencilla, sobre todo tras la victoria de Nicea —primer enfrentamiento con los musulmanes, en junio de 1097—. Tras la entrada en Nicea, el conde de Blois escribía a su esposa lleno de optimismo, asegurándole que si no surgían contratiempos en Antioquía, el ejército cruzado entraría en Jerusalén en cinco semanas. El plazo se multiplicó por veinte y el poderoso ejército cruzado vencedor en Nicea llegó exhausto a Jerusalén al borde del verano de 1099... Quizás eran 1.200 caballeros y 12.000 infantes, sin máquinas de guerra. Su victorioso asedio sólo se explica por la división de los musulmanes, incapaces de oponer un frente común a los cruzados; también, por la perseverancia de estos, por su superior técnica militar en las batallas campales y por el auxilio prestado por las flotas inglesa y genovesa, que —además de proporcionarles alimentos, en medio de la general hambruna— les proveyeron de máquinas de asedio muy superiores a cuanto se había visto en Palestina hasta entonces.
Así, el viernes 15 de julio de 1099, los jefes cristianos ordenaron el asalto general y rebasaron las murallas de la ciudad. El asalto doblegó la resistencia de los guerreros fatimíes y los cruzados entraron en Jerusalén dispuestos a vengarse de cuantas privaciones habían pasado en los dos años y medio anteriores. La guarnición fue pasada a cuchillo y dice la leyenda que por las calles de la ciudad corrían arroyos de sangre.
Tancredo de Hauteville, Raimundo de Tolosa, Roberto de Normandía, Godofredo de Bouillon... todos habían combatido con denuedo, pero entre ellos había sobresalido por su entusiasmo y talento el duque de Baja Lorena, Godofredo de Bouillon, al que sus compañeros de cruzada nombraron rey de Jerusalén, pero él prefirió el título de barón y defensor del Santo Sepulcro, pues ‘no quería ceñir corona de oro donde Jesucristo la llevó de espinas”.