viernes, septiembre 29, 2006

Dos años para la conquista de Méjico, diecisiete para la de Chile

a conquista de Méjico por Hernán Cortés había durado dos años, desde 1519 a 1521. Francisco Pizarro había desembarcado en Túmbez, al Sur del Ecuador, en 1531 y en 1533, la ejecución del lnca Atahualpa había señalado espectacularmente la caída del Imperio de Cuzco. Tanto en el Perú como en Méjico! había, pues, bastado con dos años solamente para domeñar a las dos civilizaciones precolombinas más prestigiosas. Pero para la conquista total de Chile, hicieron falta no menos de diecisiete.
Los araucanos, a pesar de ser infinitamente más toscos y atrasados que los aztecas o los incas, se aferraron a aquella línea sagrada del Bío-Bío con una determinación y un valor que pasmaron e irritaron a los españoles. Valdivia pagó la conquista con su vida. Hecho prisionero por su antiguo paje araucano Lautaro, convertido en caudillo guerrero, fue despedazado vivo por sus vencedores. En realidad, la resistencia araucana no concluyó más que a mediados del siglo XIX. Y todavía cabe considerar, con los etnólogos, que el alcohol y las enfermedades acabaron por contribuir mucho más a la relativa pacificación del altivo pueblo araucano que las operaciones militares dirigidas contra ellos.
Hoy deben quedar en Chile más de doscientos mil araucanos puros. Teóricamente tienen los mismos derechos y los mismos deberes que los demás ciudadanos. Alrededor de Temuco, siguen viviendo en chozas de hojarasca y sus jefes consuetudinarios velan por el mantenimiento de las tradiciones. Incapaces de subsistir sobre las tierras que les han sido reservadas, suelen contratarse como criados en las ciudades o van a trabajar a las minas de cobre y de nitrato.
Este episodio de la conquista tal vez no merecería tanto desarrollo si no fuese evidente que algo de la altivez y de la rudeza de los araucanos ha pasado a la sangre de los mestizos chilenos que representan más del 60 por 100 de la población. Este rasgo es, pues, esencial. Permite como prender y explicar muchas peripecias de la política chilena contemporánea.
Los más grandes escritores chilenos, Pablo Neruda y Gabriela Mistral (que le valió a Chile el primer premio Nobel concedido a América Latina) han bebido deliberadamente en las fuentes incas para cantar lo que ellos consideran como los matices más auténticos de su patria. Este retorno al indigenismo no es sólo chileno. Desde Méjico a Santiago, pasando por Guatemala y por Quito, corresponde a una profunda tendencia de los intelectuales latinoamericanos.
Pablo Neruda, soberbiamente instalado en esos tiempos primitivos en los que "el hombre fue tierra, vaso, pálpito del barro tembloroso, forma de arcilla, jarra caribe, piedra chibcha o silicio araucano", subió hasta las misteriosas y fascinadoras ruinas de Machu Picchu, cerca de Cuzco, para descubrir la grandeza y la miseria del pueblo, indio. Su grito de impetuosa rebeldía es un eco del guatemalteco Miguel Angel Asturias.
Uno y otro han contribuido y siguen contribuyendo a inspirar a batallones enteros de jóvenes revolucionarios, idealistas y entusiastas. Lo cual es tanto más cierto, cuanto que Santiago de Chile, una de las metrópolis intelectuales de América Latina; es también una ciudad-refugio. En el transcurso de la primera mitad del siglo XIX, fue a Santiago adonde Sarmiento, el poeta filósofo argentino, vino a buscar asilo huyendo de la tiranía del Dictador Rosas.
Y su ejemplo ha sido seguido en el siglo xx por directivos venezolanos, como Gallegos; guatemaltecos, como Arévalo; o peruanos, como Haya de la Torre y Seoane, cuando se vieron obligados a huir de sus países, gobernados por respectivas bandas militaristas.
La conquista de la independencia por los chilenos, al comienzo del siglo XIX, se parece, naturalmente, a la de las demás Repúblicas suramericanas. Pero quedó sellada
por ese escenario geográfico de tan particular grandiosidad. El Ejército que San Martín había reunido y preparado cerca de Mendoza, en 1817, contaba cuatro mil hombres. Pero logró cruzar los puertos de la Cordillera, atravesando por abruptos caminos de mulas y en un orden tan impecable, que su famosa escalada ha sido siempre cantada con particular lirismo por los historiadores de la independencia.
San Martín había fijado en dieciocho días el mínimum de tiempo necesario para el paso de los hombres, de los caballos y de la artilleria. Y exactamente dieciocho días después de la partida de la primera columna, mandada por el General Las Heras, se encontraba el grueso de su Ejército en la cita señalada en el valle del Aconcagua. El 5 de abril de 1818, la batalla de Maipú duró seis horas. Terminó con la muerte de dos mil soldados y consagró la independencia de Chile "separado para siempre de la Monarquía de España". Tan sólo el archipiélago de las islas Chiloé, fácilmente defendible, resistió obstinadamente durante algunos años.
A primera vista, nada predisponía a que el País del fin del mundo se convirtiera en un Estado armonioso y vigorosamente centralizado. Sin embargo, y es otra paradoja, eso es lo que ha sucedido. Pues Chile, que, de todas las naciones suramericanas, es la que geográficamente está más alejada de Europa, es también la que resulta más cercana de ella por su corazón, su interés y, sobre todo, por su evolución política.
Su historia reciente es relativamente sencilla y no se encuentra en ella esa larga sucesión de golpes de Estado que han trastornado la vida política de varios de sus vecinos. Su enloquecida geografía ha hecho nacer una política prudente. Después de las dos dictaduras de los Generales
O'Higgins y Freyre, los períodos presidenciales, primero de diez y luego de cinco años, han dado a Chile, a partir de 1830 y durante un siglo, el apacible ritmo de una nación que, al parecer, ha superado las enfermedades infantiles de la independencia.

Paraguay,veintidós presidentes en treinta y un años

n Asunción, los liberales habían estado ya en el Poder desde 1904 a 1931, y luego, de nuevo, en 1937. Pero sería un error creer que el comienzo del siglo xx hubiera sido tranquilo en Paraguay. En realidad, en treinta y un años, hay no menos de veintidós nombres en la lista de los Presidentes, que se sucedieron, con diversa fortuna, a la cabeza del pueblo paraguayo. Uno de ellos no estuvo más de veintiún días en el palacio presidencial y otro cincuenta y tres. Durante aquel mismo período, tan particularmente agitado, la media de duración presidencial fue de diecinueve meses.
Durante catorce años, el estado de sitio no se abrogó en la práctica. Tampoco los hombres que vinieron al Poder tras el desastre de la Guerra del Chaco atestiguaron preocupaciones mucho más democráticas. El primero de esta lista llevaba un nombre predestinado: era el Coronel Rafael Franco. Proclamó que su golpe de Estado se basaba en los mismos principios que inspiraban a las naciones totalitarias europeas. Verdad es que, casi en el mismo momento, Getulio Vargas creía estar en la línea de la Historia proclamando el Estado Nava en Brasil, y que Perón hacía su aprendizaje fascista en las misiones militares argentinas de la Italia mussoliniana. El General Estigarribia, que se había cubierto de gloria contra los bolivianos durante la Guerra del Chaco, le sucedió en 1939. Estigarribia se apresuró a crear un Consejo de Estado en el cual entraron oficiales, clérigos y representantes de la industria y del comercio conforme a métodos inspirados en el corporatismo fascista. Pero un mes después de la promulgación de la nueva Constitución, Estigarribia, promovido a mariscal, murió en un accidente de aviación. Su Ministro de la Guerra, el General Moriñigo, subió naturalmente un peldaño en la jerarquía gubernamental y dirigió a su vez los destinos de Paraguay durante siete años, con un puño cuyo vigor nada tenía que envidiar a sus predecesores. Hizo plebiscitar la Constitución de 1940, que es considerada como la más corta de toda América Latina. Según los términos de esta Constitución, el Presidente elegido por cinco años es, al mismo tiempo, Jefe del Gobierno, Comandante en Jefe de las fuerzas armadas, y dueño de la justicia y de la Iglesia. Tiene también el derecho de vetar las leyes aprobadas por una Cámara de cincuenta diputados. En 1945, Moriñigo decretó la disolución de los Sindicatos. Sus leaders habían decidido protestar contra una ley que los situaba bajo el control directo del ..Gobierno. Y de la noche a la mañana, quedó interrumpida la modesta vida sindical de Paraguay. Sin embargo, en 1947, el Dictador tuvo que afrontar varios levantamientos, que parecían destinados al fracaso y que degeneraron en una verdadera guerrilla que se mantuvo varios meses contra las tropas regulares. La represión fue despiadada y el número exacto de las víctimas jamás se ha sabido con certidumbre. Moriñigo innovó, hizo instalar a toda prisa campos de concentración en las inhóspitas llanuras del Chaco, y deportó allí a centenares de estudiantes que habían inspirado y muchas veces dirigido la rebelión. Luego cerró el legajo "represiones" y abrió otro, titulado "obras públicas". Pues Moriñigo no escapó a esa señalada propensión de todos los dictadores de América Latina, consistente en iniciar planes trienales o quinquenales para perpetuarse en mármol, en presas, o en líneas ferroviarias. Supo también olfatear el nuevo viento que soplaba sobre Asunción. A decir verdad, era éste una brisa, todavía ligera, que hacía ondear los colores del Partido colorado, apartado de las cargas del Poder desde hacía catorce años. Moriñigo creyó hábil favorecer dicha corriente y no se opuso a la elección para la Presidencia de un leader colorado valiente y talentoso, el escritor Natalicio González. Después de la victoria de González, una multitud de más de cincuenta mil campesinos invadió las perfumadas plazas de Asunción y organizó farándulas bajo los balcones de la Presidencia. Era éste un espectáculo nuevo en Paraguay. Había de ser breve. Pues investido el 15 de agosto de 1948, Natalicio González fue derrocado el 20 de enero siguiente. Aquel poeta era un político idealista que soñaba con mejorar la suerte de los campesinos y con liberar a su país de la tutela económica que, de hecho, venía ejerciendo Argentina. Prometió una reforma agraria y decretó la construcción de una flota mercante nacional. Lo cual era declarar la guerra al mismo tiempo a los ricos propietarios agrícolas y a los peronistas. Los complots contra el Gobierno González se multiplicaron y cada vez era más evidente que los agentes peronistas desempeñaban en ellos un papel decisivo. El golpe de gracia fue asestado en dos veces. El primer putsch fracasó, pero el segundo triunfó. Natalicio González tuvo que refugiarse en la Embajada de Brasil y pedir un salvoconducto para abandonar su país. Perón había ganado. Cuando Federico Chaves, sucesor de González, tomó posesión oficialmente de la Presidencia, un solo Embajador asistió a la ceremonia y era el de la República Argentina.
Chaves esbozó una política de abierto acercamiento con la Argentina de Perón. Incluso se dirigió con gran pompa a Buenos Aires, para ponderar los méritos del justicialismo y hacer juramento de vasallaje a la pareja Juan-Evita por entonces triunfante. El lirismo de los discursos pro-argentinos de Chaves empezó a decaer en el momento en que la estrella del Coronel Perón iniciaba el descenso de su curva sobre las orillas del Río de La Plata. Pero el Ejército paraguayo decidió intervenir sin esperar siquiera la previsible desaparición del Dictador argentino. Chaves fue derribado por un pronunciamiento el 5 de mayo de 1954. Fue aquello una aldabada para Perón. La caída de su entusiasta admirador de Asunción anunciaba su propia derrota. Un General sucedió a Chaves. Su nombre era todavía desconocido: Alfredo Stroessner. Siete años después de estos acontecimientos, sería exagerado afirmar que la personalidad del General Stroessner es mejor conocida. Por comodidad se le asoció primero a los dictadores que todavía se mantenían en el resto del Continente, a Batista, a Pérez Jiménez, a Somoza y a Trujillo. Pero el círculo de familia de los caudillos clásicos se ha restringido singularmente en el curso de los últimos años, y Stroessner está a punto de conquistar un título poco envidiado: el de último dictador de América Latina. El aislamiento de Paraguay, sin embargo, es tal que el Régimen Stroessner prosigue su curso en medio de una indiferencia casi general y tras impenetrables murallas de silencio.
Marcel Niedergang

CUERPO DE MILICIAS URBANAS HONRADAS DE LA ISLA DE LEON

l 26 de Septiembre se crearon dos "Compañías de Voluntarios Artilleros" .
Y por acuerdo de la Junta Superior de Gobierno de 3 de octubre y aviso del 4, se crearon dos "Batallones Voluntarios de Cazadores", que se organizaron el 23 de noviembre con cinco compañías cada uno, quedando tanto éstos como los de Línea, comprendidos en el Reglamento General de Milicias del Reino, de 22 de aquel mes y año, bajo el concepto de "Milicias honradas de Cádiz".
El 15 de octubre de 1808, se nombraba Coronel y Comandante General del "Cuerpo de Milicias urbanas honradas de la Isla de León" al Comandante General de Marina del Departamento de la Real Isla de León y Vocal honorario de la Suprema, don Juan Joaquín Moreno, Presidente de la Junta de Gobierno de esta Villa; y el Cuerpo quedó subordinado a una "Plana Mayor" recién creada, constituída a base de Marinos de la Real Armada, casi en su totalidad, cuyo Coronel-Comandante, el Capitán General, don Juan Joaquín Moreno, citado, dejaba firmada, en 6 de Diciembre de 1808 la relación de sus Jefes y Oficiales, que habrían de llevar el uniforme elegido, que se componía de las siguientes prendas y distintivos: (2).
-Chaqueta o casaca corta. Pantalón de paño pardo.
-Solapa y vuelta de paño azul celeste y vivo blanco.
-Sombrero redondo de copa alta (con escarapela y, mazorquilla roja y chapa plateada, con las iniciales de "Defensores de la Real Isla de León por Fernando VII" entre dos palmas y corona en alto.
-Canana y su pendiente para bayoneta.
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(1).-Pérez Moris (José).- "Memorias de un Militar". ("El Capitán Sevilla"). Puerto Rico, 1887.
Págs. 33 y 34.
(2).-Clavljo y Clavijo (Salvador).- "La Ciudad de San Fernando". Págs. 425 y 426.

El pleito sucesorio. La boda clandestina de los Reyes Católicos

sabel, hermanastra del rey de Castilla, Enrique IV, fue proclamada heredera de aquel reino en el tratado de los Toros de Guisando (1468), forzado por la presión de los grupos nobiliarios, en detrimento de la supuesta hija del monarca, doña Juana, llamada la Beltraneja. Pero Isabel quedaba obligada por aquel pacto a no contraer matrimonio sin autorización de su hermano el rey, que aspiraba a casarla, por razones políticas y diplomáticas, con el monarca portugués, Alfonso V. Este enlace luso-castellano, aunque contaba con simpatías en la corte y entre los principales consejeros de Enrique IV, no garantizaba, sin embargo, la unión de Castilla y Portugal, puesto que el reino vecino ya tenía heredero. Isabel, pensando según sus defensores en una solución política de más amplias perspectivas, o por motivos personales según otros, prefería casarse con el príncipe aragonés Fernando, hijo de JuanII y heredero del trono.
Dos partidos, uno portuguesista, otro aragonesista, dividieron Castilla durante los últimos años del reinado de Enrique IV. La princesa Isabel parece juguete de las intrigas de unos y otros, pero en el fondo da siempre la impresión de que sabe lo que quiere, y de que, pese a sus diecisiete años, tiene las ideas muy claras. Fue necesaria una complicada intriga para llegar a un acuerdo con los aragoneses, a espaldas del rey. Juan II, el aragonés, mostró por su parte una habilidad suprema. El matrimonio entre Fernando e Isabel se celebróen Valladolid, a fines de 1469, sin permiso ni conocimiento de Enrique IV, que se encontraba en Toledo. Aquella boda precipitada y casi clandestina ponía los cimientos de la moderna España en forma de la futura unión Aragón-Castilla, dejando a Portugal al margen; pero al conculcar una de las cláusulas del tratado de los Toros de Guisando, ponía en entredicho los derechos de Isabel al trono. Enrique IV, en cuanto conoció lo sucedido, desheredó a su hermanastra y proclamó sucesora de nuevo a doña Juana; aunque, débil como siempre, no se atrevió a ir contra el joven matrimonio, que siguió residiendo en la cuenca del Duero, zona donde predominaba la clase media y artesana, en tanto que él se movía por la meseta Sur y Andalucía, donde predominaba la nobleza.

UN LARGO Y SORPRENDENTE PASADO DE SANGRE Y DE DOLORES-URUGUAY

ero antes de ser la democracia testigo de la América del Sur, Uruguay atravesó por pruebas que le dan lo que nadie sospecharía, es decir, un largo pasado de sangre y de dolores. En los primeros años de la colonización, ni en Uruguay, ni en Argentina, se preocupaba nadie de reclamar la tierra. Los rebaños eran de quien quería cogerlos. Y las bandas rivales de gauchos y de pastores peleaban entre sí, antes de alistarse indiferentemente al servicio de los españoles o de los portugueses.
Montevideo fue fundado en 1728. El constante avance de los portugueses, que bajaban del Norte, obligó a los españoles a encontrar un emplazamiento en la orilla norte del estuario del río de La Plata, para construir allí una fortaleza. El lugar escogido era notable. Lo ha seguido siendo. Un cinturón de colinas protege, en efecto, el abrigadísimo puerto de Montevideo.
Durante mucho tiempo, Uruguay fue un Estado-tapón, objeto de las codicias concurrentes de Brasil y de Argentina. En 1810, recién proclamada la independencia argentina, los uruguayos emprendieron una larga lucha que duró veinte años para hacer que sus derechos fuesen reconocidos por aquellos excesivamente poderosos vecinos suyos que consideraban a la "Banda oriental" como parte integrante de su territorio. Desde 1811, Montevideo fue ocupado por las tropas españolas, encargadas de restaurar la autoridad de la metrópoli en los países sublevados de La Plata. La ciudad dobló la cerviz, pero la pampa se rebeló incitada por José Artigas. Era éste un simple oficial del cuerpo de aquella milicia, cuyo papel se limitaba modestamente a una tarea de policía rural. En febrero de 1811, Artigas reunió a su alrededor un centenar de milicianos y de gauchos, reforzados muy pronto por los voluntarios que acudieron de todas las provincias. Un primer combate contra las tropas reales se produjo en Las Piedras, en mayo de 1811. Y, de la noche a la mañana, el victorioso Artigas ascendió al difícil rango de Libertador. Tras haber luchado contra los españoles con la ayuda de los argentinos, tuvo que plantar cara contra éstos, que no consideraban sin reservas una eventual secesión de la Banda oriental. Una vez rechazadas las aspiraciones argentinas, tuvo que combatir también las pretensiones portuguesas. Aquel infatigable luchador, constantemente hostigado en dos frentes, aquel enemigo de las medidas incompletas, era la antítesis de un diplomático. Vencido y refugiado en Paraguay, vivió allí miserablemente durante treinta años antes de morir olvidado y casi renegado. El moderno Uruguay le ha hecho justicia.
Ocho años después de la marcha de Artigas para un destierro definitivo, los uruguayos obtuvieron por fin su independencia política, pero ello sucedió en parte gracias a una intervención británica que recomendó tanto a la Argentina como a Brasil que admitiesen la existencia de aquel país indomable. Desde 1843 a 1851, Montevideo fue comparado por los románticos europeos a una nueva Troya. La ciudad padecía el sitio dirigido por las tropas del dictador argentino Rosas por cuenta del General uruguayo Oribe. Garibaldi se enardeció por esta epopeya y desembarcó en Uruguay a la cabeza de una legión de seiscientos hombres. La Troya uruguaya acabó por triunfar, dando así un mentís a los aficionados a unas analogías históricas demasiado concretas. Los bandos rivales uruguayos fueron bautizados en aquella época. Pues los sitiados lucían una cinta roja y los sitiadores otra cinta blanca. La lucha entre los Partidos blanco y rojo no ha cesado hasta hoy. Pero se trata de un duelo que ha ido haciéndose cada vez más cortés y que, desde hace más de cincuenta años, incluso es puramente verbal. El fraccionamiento reciente de los Partidos en varias tendencias (o, como se dice en Montevideo, en varias listas: lista 14, lista 15) y la aparición de movimientos clásicos, como el Partido Socialista, no han modificado seriamente el escenario político uruguayo. Sin embargo, los comunistas han concentrado desde 1958 todos sus esfuerzos en los Sindicatos y en la Universidad. Y la defensa del régimen fidelista de La Habana es un tema que permite congregar a numerosos simpatizantes entre los estudiantes y la clase obrera.
Ante la sorpresa general, el Partido blanco salió vencedor en las últimas elecciones de 1958. El Partido colorado (rojo) estaba prácticamente en el Poder desde hacía noventa y tres años y tuvo así que ceder, por primera vez desde hacía casi un siglo, esos seis puestos que, entre los nueve del Consejo Nacional de Gobierno, están reservados obligatoriamente al partido mayoritario. El creciente malestar económico, la carestía de la vida, algunos síntomas de desorden administrativo, y una epidemia de huelgas absolutamente desacostumbrada fueron otras tantas razones banales que se dieron en 1958 para explicar aquella repentina derrota de los rojos, aun cuando no se hallase consolidada sino por menos de cien mil votos de diferencia. En realidad, el trastorno ha sido mucho menos considerable de lo que los uruguayos fingen creer. Los blancas y las rojos se oponen, sobre todo, por tradición y por costumbre. Los blancos son, sin duda, más conservadores y más hostiles a la economía dirigida. Los rojos propenden más a comerciar con todo el mundo, incluidos los rusos. Pero está totalmente excluido que los blancos pudieran volver a discutir las notables leyes sociales de Uruguay. Y, efectivamente, nada de eso ha sucedido. Pues, en fin de cuentas, no hay más diferencia entre blancos y colorados, uruguayos, que entre republicanos y demócratas en los Estados Unidos.
Para comprender a Uruguay, ha de imaginarse primero una Francia que tuviera una cabaña de treinta millones de bueyes o de vacas, y el doble de ovinos. Ha de seguirse suponiendo que el país fuese atravesado cada día por centenares de trenes de ganado que vinieran de todas las provincias y que terminasen to.das en el puerto de Marsella, por ejemplo. Vender carne y exportar lana: estos dos imperativos condicionan, en realidad, la vida profunda de Uruguay. Benito Nardone, a quien todo el mundo llama Chicotazo, ha esbozado una política económica deflacionista destinada a detener la crisis. Nardone, único miembro independiente del Consejo de los nueve, tiene los movimientos más libres después de la muerte de Herrera (leader del Partido blanco) y del retiro, por razones de salud, de Battle Beres (leader de los rojos). Pero a pesar de sus modales "de hombre fuerte" del Consejo, le es menester tener en cuenta el parecer de los otros ocho miembros. Y así, mientras el 35 por 100 de los electores no haya aprobado una reforma de la Constitución que implique un retorno al régimen presidencial, Uruguay tiene una buena oportunidad de seguir siendo esa perla que hasta el momento actual ha escapado a la codicia de los dictadores.

Dom Pedro II-BRASIL

l primer brasileño que sacudió las cadenas, a decir verdad, bastante ligeras de la metrópoli, fue un sacamuelas, aquel peludo, barbudo y audaz Tiradentes, que murió descuartizado en una plaza pública de Río, en 1792. Tiradentes, cuyo verdadero nombre era Xavier da Silva, promovido hoy al rango de héroe nacional y modelo de los estatuarios municipales, sólo se hab{a anticipado algunos años.
Cuando llegó el tiempo de Bolívar y estalló la rebelión de las colonias contra Madrid, Brasil dio prueba de su paciencia y de su sabiduría. En el momento en que los Gobernadores españoles empezaron a ser expulsados por los Libertadores, la Corte de Lisboa vino, por el contrario, a refugiarse en Río de Janeiro para escapar de-las tropas napoleónicas, mandadas por Junot, que se aproximaban a las orillas del Tajo.
En un abrir y cerrar de ojos, la instalación de la Monarquía portuguesa en el violento marco de Río, hizo ascender a Brasil al rango de Potencia de pleno derecho. Las querellas internas se apaciguaron y los puertos brasileños se abrieron progresivamente al comercio internacional. Aquel inesperado desplazamiento de una Corte un poco polvorienta al país de mayor colorido y menos conformista, facilitó, por otra parte, el alumbramiento de una independencia cuya conquista resultó tan laboriosa al otro lado de los Andes. Y cuando el Rey Juan VI tuvo que marchar, a pesar suyo, a Lisboa para intentar salvar aquella otra vacilante mitad de su trono, su hijo Pedro lanzó el famoso grito de Ipiranga: " Independencia o muerte!" Era el 7 de septiembre de 1822. Pedro I se convirtió así en Emperador de un Brasil que obtenía su libertad con una facilidad irrisoriay envidiable.
Caso único en la historia de la independencia de las dos Américas: Brasil conquistó su autonomía gracias a laacción decisiva de un soberano portugués nacido en Portugal. Por otra parte, Dom Pedro I se reveló como un Jefe de Estado de gran prudencia y buen sentido político. Pero su hijo Dom Pedro n fue, indiscutiblemente, un hombre absolutamente excepcional. Así, en el mismo momento en que sus vecinos argentinos o paraguayos soportaban, mejor o peor, unos caudillos siniestros o crueles, los brasileños tuvieron la fortuna de convertirse en súbditos de un Monarca ilustrado como ya no existían en Europa.
Dom Pedro , que reinó desde 1840 a 1889, ha dejado el recuerdo de un hombre apacible, liberal, amigo de las artes y de las letras, traductor de Hamlet y corresponsal de varias Academias. Los tiranuelos de las Repúblicas liberadas de España admiraban a Napoleón. Dom Pedro n colocaba a Pasteur y a Víctor Hugo por encima de todos los hombres. En 1850--acabó con la importación legal de los esclavos negros a Brasil. Y cuando venció a los paraguayos en 1870, con ayuda de los argentinos y de los uruguayos, no reclamó una sola pulgada de territorio ni una sola indemnización.
Pero, paradójicamente, su liberalismo contribuyó a que aquel confortable Imperio se perdiese. La abolición completa de la esclavitud en 1888 precipitó la caída de Dam Pedro II. Abandonado por la oligarquía campesina, que veía desaparecer su barata mano de obra negra, aquel Emperador letrado hubo de embarcarse para Europa, y Brasil se despertó como República.
Habría de percatarse con bastante rapidez de que la belle époque había concluido, pues la República inició, con un poco de retraso, un ciclo de violencias, de disturbios y de revoluciones permanentes. Brasil no había tenido todavía. caudillo. Pero tuvo entonces a los Caroneis. Los Coroneis no eran necesariamente militares. Incluso eran lo más a menudo propietarios agrícolas. Imponían su ley porque eran ricos, poderosos, audaces y carecían de escrúpulos.
Desde 1906 a 1930, Brasil conoció ocho Presidentes, cuya fortuna política dependía de la buena voluntad de los Caroneis, que tiraban de las cuerdas entre los bastidores del palacio Tiradentes. Pero a pesar de estos remolinos superficiales, los inmigrantes no cesaban de llegar: portugueses, italianos, alemanes, eslavos, japoneses, libaneses, sirios y turcos. Aquel crisol creaba lentamente una nueva raza, un hombre brasileño, que hoy saca la cuenta de sus riquezas y de sus debilidades.
El azúcar prosper6 en la tierra negra y grasa del Nordeste. El café se desarrolló en la tierra roja de Sao Pauta, de Paraná y de Santa Catarina. El azúcar vio el nacimiento de una sociedad tropical y estática, apegada al molino. La busca del oro y de los diamantes facilitó el nacimiento de una multitud de pequeños centros de población cuya vitalidad sobrevivió al final del ciclo de mineraçao y que se han convertido en núcleos de explotación industrial moderna. El café transformó por completo las antiguas estructuras. Como su cultivo necesitaba abundante mano de obra, provocó las migraciones de los esclavos negros del Nordeste y atrajo
a los inmigrantes europeos, cuya oleada sumergió las tierras del Sur. "El café, escribe atinadamente Roger Bastide, es una planta bandeirante, una planta que se desplaza sin cesar, invadiendo nuevos dominios, y que deja tras ella esquilmadas las tierras y desiertas las ciudades."
La ola del café, partiendo de Río, invadió el Estado de Sao Paulo por el valle del Paraiba hacia 1830. La historia de su progresión, que ocupa el final del siglo XIX y el comienzo del xx, es también la del fantástico desarrollo de Sao Paulo. En 1900, Sao Paulo cuenta solamente con 80.000 habitantes. En 1920, los paulistas son 580.000; en 1925, 720.000; luego, en 1940, 1.500.000, y 2.250.000 en 1952. En 1961, la metrópoli paulista ha superado a Río con sus tres millones y medio de habitantes. El Estado de Sao Paulo, que no representa más que el 9 por 100 del territorio nacional, concentra hoy cerca del 20 por 100 de la población brasileña. Suministra el 44 por 100 de la renta industrial brasileña y el 32 por 100 de su renta agrícola. Explicar este crecimiento record de Sao Paulo tan sólo por la extensión del cultivo del oro verde, sería falso y esquemático. Otros factores han contribuido recientemente a hacer de la ciudad seta de Brasil el primer centro industrial de toda Suramérica: la proximidad del puerto de Santos, al cual está unida por una magnífica autopista; el desarrollo rápido de un considerable potencial hidroeléctrico, y, sobre todo, su notable situación cerca de las riquezas mineras del Estado de Minas y del centro siderúrgico de Valta Redonda. Pero es claro que, en primer lugar, fue la extensión del cultivo del café la que señaló el comienzo de esta prosperidad sin igual en Brasil y en el resto del Continente suramericano.
Hasta 1930, por 10 menos, las crisis periódicas provocadas por la escasa venta o por la superproducción del café desempeñaron un papel considerable en la vida política brasileña.
No es menos evidente que la curva del desarrollo de Sao Paulo sigue con bastante exactitud la de la producción de café. Desde 1900 se contaban no menos de seiscientos millones de cafetales, y el café, desde finales del siglo XIX, podía ser considerado así como el nuevo, amo de la economía brasileña. La producción, que en 1836 no se elevaba más que a 147.000 sacos de 60 kilogramos, excedía de quince millones de sacos en 1906. Era una progresión fulgurante. Pero las revoluciones sociales l' humanas provocadas en esta nueva zona de pob1amiento fueron proporcionadas a esa progresión Pues el café, como el azúcar o el trabajo en las minas, reclama una mano de obra abundante. Y como los señores de los molinos de azúcar en el Nordeste, los fazendeiras paulistas empezaron por apelar a los esclavos negros.
Los historiadores no están todavía de acuerdo sobre la cifra exacta de los negros conducidos a la fuerza a la ciudad de Sao Paulo. Sin embargo, es verosímil que, en sólo unos pocos años, varios cientos de miles de negros fueran traídos del Nordeste hacia el Sur desde las plantaciones de caña de azúcar hacia las de café. Por otra parte, es casi cierto que la trata de los esclavos negros se prosiguió clandestinamente con destino a las ricas plantaciones paulistas, después de la prohibición oficial del tráfico negrero. Y cuando la represión de la trata clandestina se hizo cada vez más dura en los últimos años del siglo XIX, la libre inmigración de los trabajadores venidos de Europa y de la cuenca mediterránea suministró la mano de obra necesaria. Desde 1887 a 1900, sólo la región de Sao Pauta acogió a 863.000 inmigrantes. Esta mano de obra blanca, estos colonos, como entonces se les llamó, fueron empleados al lado de y al mismo tiempo que la mano de obra negra, la cual fue lenta y progresivamente liberada. Grandes propiedades, esclavitud, paternalismo:
ciertamente, la sociedad creada por el ciclo del café se parece, en sus líneas generales, a la sociedad tropical de la civilización del azúcar. Pero con una diferencia de tonalidad, que es justamente la causa de la controversia entre Gilberto Freyre y cierto número de determinados sociólogos. Para Freyre no hay duda: dos siglos después de Bahía y de Recife, el café produjo en Sao Paulo el mismo tipo de sociedad patriarcal.
Por el contrario, para sus contradictores, el Brasil que se ha formado alrededor, primero de Sao Paulo y luego de los Estados del Sur, es un país nuevo, en completa oposición con la civilización arcaica y esencialmente rural del Brasil del Nordeste. De hecho, como Jacques Lambert ha observado muy atinadamente, los dos países, el colonial y el moderno, están indisolublemente entremezclados, aunque sus campos de elección están delimitados con bastante precisión. No san sólo las Estados del Nordeste y del Norte los que resisten al dinamismo revolucionario económico de Sao Paulo Pues también en esos campos relativamente cercanos a la ciudadela paulista, ese interior poblado de cabclos, esos mujiks brasileños.
La marcha progresiva del café continuó durante los treinta primeros años del siglo xx. Desde Sao Paulo desbordó sobre el Paraná, donde las tierras eran mejores. El agotamiento de los primeros suelos, las crisis sucesivas de superproducción (en 1905 se quemó por primera vez el café en las locomotoras brasileñas) y el crack mundial de 1930, que hirió a Brasil con tanta mayor violencia cuanto que coincidió con un nuevo período de superproducción del café, fueron otras tantas razones de la decadencia del ciclo del café y de su transformación. Las grandes propiedades se fraccionaron. Aparecieron los cultivos secundarios: algodón, tabaco, viñas. Y, sobre todo, los fazendeiros invirtieron sus beneficias, amenazados, pero todavía cansiderables, en la piedra, la industria y el comercio. Mientras que en numerosos países americanos cuva consecuencias dramáticas, la crisis de 1930 valvió así a lanzar, una vez más la economía de Sao Paulo
Dios ya no era sólo brasileño. Era paulista. Los buildings, los Bancos, las rascacielos, las industrias se multiplicaron en Sao Paulo con una cadencia vertiginosa en el transcurso de los últimas años. Y la ciudad fundada par los jesuitas; a comienzos del siglo XVI, en la cumbre de una colina, en un país ingrato, enarboló así con orgullo en 1961 la cifra de crecimiento más fuerte del globo: 67 por 100 (cuando para Los Ángeles, una de las ciudades más dinámicas de los Estados Unidos, esa cifra es tan sólo del 26 por 100).