ero antes de ser la democracia testigo de la América del Sur, Uruguay atravesó por pruebas que le dan lo que nadie sospecharía, es decir, un largo pasado de sangre y de dolores. En los primeros años de la colonización, ni en Uruguay, ni en Argentina, se preocupaba nadie de reclamar la tierra. Los rebaños eran de quien quería cogerlos. Y las bandas rivales de gauchos y de pastores peleaban entre sí, antes de alistarse indiferentemente al servicio de los españoles o de los portugueses.
Montevideo fue fundado en 1728. El constante avance de los portugueses, que bajaban del Norte, obligó a los españoles a encontrar un emplazamiento en la orilla norte del estuario del río de La Plata, para construir allí una fortaleza. El lugar escogido era notable. Lo ha seguido siendo. Un cinturón de colinas protege, en efecto, el abrigadísimo puerto de Montevideo.
Durante mucho tiempo, Uruguay fue un Estado-tapón, objeto de las codicias concurrentes de Brasil y de Argentina. En 1810, recién proclamada la independencia argentina, los uruguayos emprendieron una larga lucha que duró veinte años para hacer que sus derechos fuesen reconocidos por aquellos excesivamente poderosos vecinos suyos que consideraban a la "Banda oriental" como parte integrante de su territorio. Desde 1811, Montevideo fue ocupado por las tropas españolas, encargadas de restaurar la autoridad de la metrópoli en los países sublevados de La Plata. La ciudad dobló la cerviz, pero la pampa se rebeló incitada por José Artigas. Era éste un simple oficial del cuerpo de aquella milicia, cuyo papel se limitaba modestamente a una tarea de policía rural. En febrero de 1811, Artigas reunió a su alrededor un centenar de milicianos y de gauchos, reforzados muy pronto por los voluntarios que acudieron de todas las provincias. Un primer combate contra las tropas reales se produjo en Las Piedras, en mayo de 1811. Y, de la noche a la mañana, el victorioso Artigas ascendió al difícil rango de Libertador. Tras haber luchado contra los españoles con la ayuda de los argentinos, tuvo que plantar cara contra éstos, que no consideraban sin reservas una eventual secesión de la Banda oriental. Una vez rechazadas las aspiraciones argentinas, tuvo que combatir también las pretensiones portuguesas. Aquel infatigable luchador, constantemente hostigado en dos frentes, aquel enemigo de las medidas incompletas, era la antítesis de un diplomático. Vencido y refugiado en Paraguay, vivió allí miserablemente durante treinta años antes de morir olvidado y casi renegado. El moderno Uruguay le ha hecho justicia.
Ocho años después de la marcha de Artigas para un destierro definitivo, los uruguayos obtuvieron por fin su independencia política, pero ello sucedió en parte gracias a una intervención británica que recomendó tanto a la Argentina como a Brasil que admitiesen la existencia de aquel país indomable. Desde 1843 a 1851, Montevideo fue comparado por los románticos europeos a una nueva Troya. La ciudad padecía el sitio dirigido por las tropas del dictador argentino Rosas por cuenta del General uruguayo Oribe. Garibaldi se enardeció por esta epopeya y desembarcó en Uruguay a la cabeza de una legión de seiscientos hombres. La Troya uruguaya acabó por triunfar, dando así un mentís a los aficionados a unas analogías históricas demasiado concretas. Los bandos rivales uruguayos fueron bautizados en aquella época. Pues los sitiados lucían una cinta roja y los sitiadores otra cinta blanca. La lucha entre los Partidos blanco y rojo no ha cesado hasta hoy. Pero se trata de un duelo que ha ido haciéndose cada vez más cortés y que, desde hace más de cincuenta años, incluso es puramente verbal. El fraccionamiento reciente de los Partidos en varias tendencias (o, como se dice en Montevideo, en varias listas: lista 14, lista 15) y la aparición de movimientos clásicos, como el Partido Socialista, no han modificado seriamente el escenario político uruguayo. Sin embargo, los comunistas han concentrado desde 1958 todos sus esfuerzos en los Sindicatos y en la Universidad. Y la defensa del régimen fidelista de La Habana es un tema que permite congregar a numerosos simpatizantes entre los estudiantes y la clase obrera.
Ante la sorpresa general, el Partido blanco salió vencedor en las últimas elecciones de 1958. El Partido colorado (rojo) estaba prácticamente en el Poder desde hacía noventa y tres años y tuvo así que ceder, por primera vez desde hacía casi un siglo, esos seis puestos que, entre los nueve del Consejo Nacional de Gobierno, están reservados obligatoriamente al partido mayoritario. El creciente malestar económico, la carestía de la vida, algunos síntomas de desorden administrativo, y una epidemia de huelgas absolutamente desacostumbrada fueron otras tantas razones banales que se dieron en 1958 para explicar aquella repentina derrota de los rojos, aun cuando no se hallase consolidada sino por menos de cien mil votos de diferencia. En realidad, el trastorno ha sido mucho menos considerable de lo que los uruguayos fingen creer. Los blancas y las rojos se oponen, sobre todo, por tradición y por costumbre. Los blancos son, sin duda, más conservadores y más hostiles a la economía dirigida. Los rojos propenden más a comerciar con todo el mundo, incluidos los rusos. Pero está totalmente excluido que los blancos pudieran volver a discutir las notables leyes sociales de Uruguay. Y, efectivamente, nada de eso ha sucedido. Pues, en fin de cuentas, no hay más diferencia entre blancos y colorados, uruguayos, que entre republicanos y demócratas en los Estados Unidos.
Para comprender a Uruguay, ha de imaginarse primero una Francia que tuviera una cabaña de treinta millones de bueyes o de vacas, y el doble de ovinos. Ha de seguirse suponiendo que el país fuese atravesado cada día por centenares de trenes de ganado que vinieran de todas las provincias y que terminasen to.das en el puerto de Marsella, por ejemplo. Vender carne y exportar lana: estos dos imperativos condicionan, en realidad, la vida profunda de Uruguay. Benito Nardone, a quien todo el mundo llama Chicotazo, ha esbozado una política económica deflacionista destinada a detener la crisis. Nardone, único miembro independiente del Consejo de los nueve, tiene los movimientos más libres después de la muerte de Herrera (leader del Partido blanco) y del retiro, por razones de salud, de Battle Beres (leader de los rojos). Pero a pesar de sus modales "de hombre fuerte" del Consejo, le es menester tener en cuenta el parecer de los otros ocho miembros. Y así, mientras el 35 por 100 de los electores no haya aprobado una reforma de la Constitución que implique un retorno al régimen presidencial, Uruguay tiene una buena oportunidad de seguir siendo esa perla que hasta el momento actual ha escapado a la codicia de los dictadores.
Montevideo fue fundado en 1728. El constante avance de los portugueses, que bajaban del Norte, obligó a los españoles a encontrar un emplazamiento en la orilla norte del estuario del río de La Plata, para construir allí una fortaleza. El lugar escogido era notable. Lo ha seguido siendo. Un cinturón de colinas protege, en efecto, el abrigadísimo puerto de Montevideo.
Durante mucho tiempo, Uruguay fue un Estado-tapón, objeto de las codicias concurrentes de Brasil y de Argentina. En 1810, recién proclamada la independencia argentina, los uruguayos emprendieron una larga lucha que duró veinte años para hacer que sus derechos fuesen reconocidos por aquellos excesivamente poderosos vecinos suyos que consideraban a la "Banda oriental" como parte integrante de su territorio. Desde 1811, Montevideo fue ocupado por las tropas españolas, encargadas de restaurar la autoridad de la metrópoli en los países sublevados de La Plata. La ciudad dobló la cerviz, pero la pampa se rebeló incitada por José Artigas. Era éste un simple oficial del cuerpo de aquella milicia, cuyo papel se limitaba modestamente a una tarea de policía rural. En febrero de 1811, Artigas reunió a su alrededor un centenar de milicianos y de gauchos, reforzados muy pronto por los voluntarios que acudieron de todas las provincias. Un primer combate contra las tropas reales se produjo en Las Piedras, en mayo de 1811. Y, de la noche a la mañana, el victorioso Artigas ascendió al difícil rango de Libertador. Tras haber luchado contra los españoles con la ayuda de los argentinos, tuvo que plantar cara contra éstos, que no consideraban sin reservas una eventual secesión de la Banda oriental. Una vez rechazadas las aspiraciones argentinas, tuvo que combatir también las pretensiones portuguesas. Aquel infatigable luchador, constantemente hostigado en dos frentes, aquel enemigo de las medidas incompletas, era la antítesis de un diplomático. Vencido y refugiado en Paraguay, vivió allí miserablemente durante treinta años antes de morir olvidado y casi renegado. El moderno Uruguay le ha hecho justicia.
Ocho años después de la marcha de Artigas para un destierro definitivo, los uruguayos obtuvieron por fin su independencia política, pero ello sucedió en parte gracias a una intervención británica que recomendó tanto a la Argentina como a Brasil que admitiesen la existencia de aquel país indomable. Desde 1843 a 1851, Montevideo fue comparado por los románticos europeos a una nueva Troya. La ciudad padecía el sitio dirigido por las tropas del dictador argentino Rosas por cuenta del General uruguayo Oribe. Garibaldi se enardeció por esta epopeya y desembarcó en Uruguay a la cabeza de una legión de seiscientos hombres. La Troya uruguaya acabó por triunfar, dando así un mentís a los aficionados a unas analogías históricas demasiado concretas. Los bandos rivales uruguayos fueron bautizados en aquella época. Pues los sitiados lucían una cinta roja y los sitiadores otra cinta blanca. La lucha entre los Partidos blanco y rojo no ha cesado hasta hoy. Pero se trata de un duelo que ha ido haciéndose cada vez más cortés y que, desde hace más de cincuenta años, incluso es puramente verbal. El fraccionamiento reciente de los Partidos en varias tendencias (o, como se dice en Montevideo, en varias listas: lista 14, lista 15) y la aparición de movimientos clásicos, como el Partido Socialista, no han modificado seriamente el escenario político uruguayo. Sin embargo, los comunistas han concentrado desde 1958 todos sus esfuerzos en los Sindicatos y en la Universidad. Y la defensa del régimen fidelista de La Habana es un tema que permite congregar a numerosos simpatizantes entre los estudiantes y la clase obrera.
Ante la sorpresa general, el Partido blanco salió vencedor en las últimas elecciones de 1958. El Partido colorado (rojo) estaba prácticamente en el Poder desde hacía noventa y tres años y tuvo así que ceder, por primera vez desde hacía casi un siglo, esos seis puestos que, entre los nueve del Consejo Nacional de Gobierno, están reservados obligatoriamente al partido mayoritario. El creciente malestar económico, la carestía de la vida, algunos síntomas de desorden administrativo, y una epidemia de huelgas absolutamente desacostumbrada fueron otras tantas razones banales que se dieron en 1958 para explicar aquella repentina derrota de los rojos, aun cuando no se hallase consolidada sino por menos de cien mil votos de diferencia. En realidad, el trastorno ha sido mucho menos considerable de lo que los uruguayos fingen creer. Los blancas y las rojos se oponen, sobre todo, por tradición y por costumbre. Los blancos son, sin duda, más conservadores y más hostiles a la economía dirigida. Los rojos propenden más a comerciar con todo el mundo, incluidos los rusos. Pero está totalmente excluido que los blancos pudieran volver a discutir las notables leyes sociales de Uruguay. Y, efectivamente, nada de eso ha sucedido. Pues, en fin de cuentas, no hay más diferencia entre blancos y colorados, uruguayos, que entre republicanos y demócratas en los Estados Unidos.
Para comprender a Uruguay, ha de imaginarse primero una Francia que tuviera una cabaña de treinta millones de bueyes o de vacas, y el doble de ovinos. Ha de seguirse suponiendo que el país fuese atravesado cada día por centenares de trenes de ganado que vinieran de todas las provincias y que terminasen to.das en el puerto de Marsella, por ejemplo. Vender carne y exportar lana: estos dos imperativos condicionan, en realidad, la vida profunda de Uruguay. Benito Nardone, a quien todo el mundo llama Chicotazo, ha esbozado una política económica deflacionista destinada a detener la crisis. Nardone, único miembro independiente del Consejo de los nueve, tiene los movimientos más libres después de la muerte de Herrera (leader del Partido blanco) y del retiro, por razones de salud, de Battle Beres (leader de los rojos). Pero a pesar de sus modales "de hombre fuerte" del Consejo, le es menester tener en cuenta el parecer de los otros ocho miembros. Y así, mientras el 35 por 100 de los electores no haya aprobado una reforma de la Constitución que implique un retorno al régimen presidencial, Uruguay tiene una buena oportunidad de seguir siendo esa perla que hasta el momento actual ha escapado a la codicia de los dictadores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario