e llaman «ordalías» o «juicios de Dios» a aquellas pruebas que, especialmente en la Edad Media occidental, se hacían a los acusados para probar su inocencia. El origen de las ordalías se pierde en la noche de los tiempos, y era corriente en los pueblos primitivos, pero fue en la Edad Media cuando tomó importancia en nuestra civilización.
En el lento camino de la sociedad hacia una justicia ideal la ordalía representa el balbuceo jurídico de hombres que se esfuerzan por regular sus conflictos mediante otro camino que no sea el recurso de la fuerza bruta, y en la historia del derecho es un importante paso hacia adelante.
Hasta entonces lo que imperaba era la ley del más fuerte, y si bien con la ordalía la prueba de la fuerza continúa, se coloca bajo el signo de potencias superiores a los hombres.
Varios eran los sistemas que se usaban en las ordalías. En Occidente se preferían las pruebas a base del combate y del duelo, en los que cada parte elegía un campeón que, con la fuerza, debía hacer triunfar su buen derecho. La ley germánica precisaba que esta forma de combate era consentida si la disputa se refería a campos, viñas o dinero, estaba prohibido insultarse y era necesario nombrar dos personas encargadas de decidir la causa con un duelo.
La ordalía por medio del veneno era poco conocida en Europa, probablemente por la falta de un buen tóxico adecuado a este tipo de justicia, pero se utilizaba a veces la curiosa prueba del pan y el queso, que ya se practicaba en el siglo II en algunos lugares del Imperio romano. El acusado, ante el altar, debía comer cierta cantidad de pan y de queso, y los jueces retenían que, si el acusado era culpable, Dios enviaría a uno de sus ángeles para apretarle el gaznate de modo que no pudiese tragar aquello que comía.
La prueba del hierro candente, en cambio, era muy practicada. El acusado debía coger con las manos un hierro al rojo por cierto tiempo. En algunas ordalías se prescribía que se debía llevar en la mano este hierro el tiempo necesario para cumplir siete pasos y luego se examinaban las manos para descubrir si en ellas había signos de quemaduras que acusaban al culpable.
El hierro candente era muchas veces sustituido por agua o aceite hirviendo, o incluso por plomo fundido. En el primer caso la ordalía consistía en coger con la mano un objeto pesado que se encontraba en el fondo de una olla de agua hirviendo; en el caso de que la mano quedara indemne, el acusado era considerado inocente.
En 1215, en Estrasburgo, numerosas personas sospechosas de herejía fueron condenadas a ser quemadas después de una ordalía con hierro candente de la que habían resultado culpables. Mientras iban siendo conducidas al lugar del suplicio, en compañía de un sacerdote que les exhortaba a convertirse, la mano de un condenado curó de improviso, y como los restos de la quemadura hubiesen desaparecido completamente en el momento en que el cortejo llegaba al lugar del suplicio, el hombre curado fue liberado inmediatamente porque, sin ninguna duda posible, Dios había hablado en su favor.
En algunos sitios se hacía pasar al acusado caminando con los pies descalzos sobre rejas de arado generalmente en número impar. Fue el suplicio impuesto a la madre del rey de Inglaterra Eduardo el Confesor, que superó la prueba.
La ordalia por el agua era muy practicada en Europa para absolver o condenar a los acusados. El procedimiento era muy simple: bastaba con atar al imputado de modo que no pudiese mover ni brazos ni piernas y después se le echaba al agua de un río, un estanque o el mar. Se consideraba que si flotaba era culpable, y si, por el contrario, se hundía, era inocente, porque se pensaba que el agua siempre estaba dispuesta a acoger en su seno a un inocente mientras rechazaba al culpable. Claro que existía el peligro de que el inocente se ahogase, pero esto no preocupaba a los jueces. Por ello, en el siglo IX Hincmaro de Reims, arzobispo de la ciudad, recomendó mitigar la prueba atando con una cuerda a cada uno de los que fuesen sometidos a esta ordalía para evitar, si se hundían, que «bebiesen durante demasiado tiempo».
Esta prueba se usó mucho en Europa con las personas acusadas de brujería.
En todas las civilizaciones, las ordalías que tuvieron un origen mágico estaban encargadas a los sacerdotes, como comunicadores escogidos entre el hombre y la divinidad, y cuando la Iglesia asumió junto a su poder espiritual parcelas del poder temporal, tuvo que pechar con la responsabilidad de una costumbre que era difícil de hacer desaparecer rápidamente, y no pudiendo prohibiría bruscamente se esforzó en modificar progresivamente su uso para hacerle perder el aspecto mágico que la Iglesia consideraba demasiado vecino a la brujería.
La ordalía fue, pues, practicada como una apelación a la divina providencia para que ésta pesase sobre los combates o las pruebas en general, y los obispos se esforzaron en humanizar todo lo que en ella había de cruel y arbitrario.
Durante la segunda mitad del siglo XII el papa Alejandro III prohibió los juicios del agua hirviendo, del hierro candente e incluso los «duelos de Dios», y el cuarto concilio Luterano, bajo el pontificado de Inocencio III, prohibió toda forma de ordalía a excepción de los combates: "Nadie puede bendecir, consagrar una prueba con agua hirviente o fría o con el hierro candente.» Pero, no obstante estas prohibiciones, la ordalía continuó practicándose durante la Edad Media, por lo que doce años después, durante un concilio en Tréveris, tuvo que renovarse la prohibición.
Los defensores de la ordalía basaban su actividad en ciertos versículos del Ahtiguo Testamento, en los que algunos sospechosos de culpabilidad eran sometidos a una prueba consistente en beber una pócima preparada por los sacerdotes y de cuyo resultado se dictaminaba si el acusado era culpable o no.
Las ordalías a base de ingerir sustancias venenosas eran poco usadas en Europa debido a la dificultad de encontrar pócimas adecuadas debido a la escasez de sustancias venenosas, pero en pueblos de Asia o Africa, especialmente en este último continente, se usaron con profusión hasta nuestros días. Muchas veces las autoridades coloniales tuvieron que intervenir prohibiendo este tipo de actuaciones, pero sin gran resultado. Ignoro si hoy, con la independencia de las antiguas colonias y la subsiguiente de los tribunales coloniales, continúan practicándose ordalías con el veneno, tan frecuentes en otro tiempo.
En el lento camino de la sociedad hacia una justicia ideal la ordalía representa el balbuceo jurídico de hombres que se esfuerzan por regular sus conflictos mediante otro camino que no sea el recurso de la fuerza bruta, y en la historia del derecho es un importante paso hacia adelante.
Hasta entonces lo que imperaba era la ley del más fuerte, y si bien con la ordalía la prueba de la fuerza continúa, se coloca bajo el signo de potencias superiores a los hombres.
Varios eran los sistemas que se usaban en las ordalías. En Occidente se preferían las pruebas a base del combate y del duelo, en los que cada parte elegía un campeón que, con la fuerza, debía hacer triunfar su buen derecho. La ley germánica precisaba que esta forma de combate era consentida si la disputa se refería a campos, viñas o dinero, estaba prohibido insultarse y era necesario nombrar dos personas encargadas de decidir la causa con un duelo.
La ordalía por medio del veneno era poco conocida en Europa, probablemente por la falta de un buen tóxico adecuado a este tipo de justicia, pero se utilizaba a veces la curiosa prueba del pan y el queso, que ya se practicaba en el siglo II en algunos lugares del Imperio romano. El acusado, ante el altar, debía comer cierta cantidad de pan y de queso, y los jueces retenían que, si el acusado era culpable, Dios enviaría a uno de sus ángeles para apretarle el gaznate de modo que no pudiese tragar aquello que comía.
La prueba del hierro candente, en cambio, era muy practicada. El acusado debía coger con las manos un hierro al rojo por cierto tiempo. En algunas ordalías se prescribía que se debía llevar en la mano este hierro el tiempo necesario para cumplir siete pasos y luego se examinaban las manos para descubrir si en ellas había signos de quemaduras que acusaban al culpable.
El hierro candente era muchas veces sustituido por agua o aceite hirviendo, o incluso por plomo fundido. En el primer caso la ordalía consistía en coger con la mano un objeto pesado que se encontraba en el fondo de una olla de agua hirviendo; en el caso de que la mano quedara indemne, el acusado era considerado inocente.
En 1215, en Estrasburgo, numerosas personas sospechosas de herejía fueron condenadas a ser quemadas después de una ordalía con hierro candente de la que habían resultado culpables. Mientras iban siendo conducidas al lugar del suplicio, en compañía de un sacerdote que les exhortaba a convertirse, la mano de un condenado curó de improviso, y como los restos de la quemadura hubiesen desaparecido completamente en el momento en que el cortejo llegaba al lugar del suplicio, el hombre curado fue liberado inmediatamente porque, sin ninguna duda posible, Dios había hablado en su favor.
En algunos sitios se hacía pasar al acusado caminando con los pies descalzos sobre rejas de arado generalmente en número impar. Fue el suplicio impuesto a la madre del rey de Inglaterra Eduardo el Confesor, que superó la prueba.
La ordalia por el agua era muy practicada en Europa para absolver o condenar a los acusados. El procedimiento era muy simple: bastaba con atar al imputado de modo que no pudiese mover ni brazos ni piernas y después se le echaba al agua de un río, un estanque o el mar. Se consideraba que si flotaba era culpable, y si, por el contrario, se hundía, era inocente, porque se pensaba que el agua siempre estaba dispuesta a acoger en su seno a un inocente mientras rechazaba al culpable. Claro que existía el peligro de que el inocente se ahogase, pero esto no preocupaba a los jueces. Por ello, en el siglo IX Hincmaro de Reims, arzobispo de la ciudad, recomendó mitigar la prueba atando con una cuerda a cada uno de los que fuesen sometidos a esta ordalía para evitar, si se hundían, que «bebiesen durante demasiado tiempo».
Esta prueba se usó mucho en Europa con las personas acusadas de brujería.
En todas las civilizaciones, las ordalías que tuvieron un origen mágico estaban encargadas a los sacerdotes, como comunicadores escogidos entre el hombre y la divinidad, y cuando la Iglesia asumió junto a su poder espiritual parcelas del poder temporal, tuvo que pechar con la responsabilidad de una costumbre que era difícil de hacer desaparecer rápidamente, y no pudiendo prohibiría bruscamente se esforzó en modificar progresivamente su uso para hacerle perder el aspecto mágico que la Iglesia consideraba demasiado vecino a la brujería.
La ordalía fue, pues, practicada como una apelación a la divina providencia para que ésta pesase sobre los combates o las pruebas en general, y los obispos se esforzaron en humanizar todo lo que en ella había de cruel y arbitrario.
Durante la segunda mitad del siglo XII el papa Alejandro III prohibió los juicios del agua hirviendo, del hierro candente e incluso los «duelos de Dios», y el cuarto concilio Luterano, bajo el pontificado de Inocencio III, prohibió toda forma de ordalía a excepción de los combates: "Nadie puede bendecir, consagrar una prueba con agua hirviente o fría o con el hierro candente.» Pero, no obstante estas prohibiciones, la ordalía continuó practicándose durante la Edad Media, por lo que doce años después, durante un concilio en Tréveris, tuvo que renovarse la prohibición.
Los defensores de la ordalía basaban su actividad en ciertos versículos del Ahtiguo Testamento, en los que algunos sospechosos de culpabilidad eran sometidos a una prueba consistente en beber una pócima preparada por los sacerdotes y de cuyo resultado se dictaminaba si el acusado era culpable o no.
Las ordalías a base de ingerir sustancias venenosas eran poco usadas en Europa debido a la dificultad de encontrar pócimas adecuadas debido a la escasez de sustancias venenosas, pero en pueblos de Asia o Africa, especialmente en este último continente, se usaron con profusión hasta nuestros días. Muchas veces las autoridades coloniales tuvieron que intervenir prohibiendo este tipo de actuaciones, pero sin gran resultado. Ignoro si hoy, con la independencia de las antiguas colonias y la subsiguiente de los tribunales coloniales, continúan practicándose ordalías con el veneno, tan frecuentes en otro tiempo.
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