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Cuando comienza la Guerra de la Independencia tenemos una sociedad a flor de piel en bastantes regiones españolas, una institución monárquica desprestigiada, una clase dirigente contestada y una nación inerme a causa de las derrotas en la guerra de los Pirineos (muestra las grandes deficiencias de las fuerzas armadas españolas) y en Trafalgar (acaba con la escuadra). En estas condiciones, difícilmente un estado y un gobierno pueden afrontar un conflicto armado. España no iba a ser una excepción, pero además tendría que afrontarlo en unas condiciones nada usuales para ella: las derivadas de ser campo de batalla; si en conflictos anteriores la lucha se había mantenido en regiones más o menos cercanas a la frontera, en esta ocasión todo el territorio peninsular sería un gigantesco tablero de operaciones. Y éste es el primer rasgo a destacar en la guerra.
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