oco antes de despuntar la primavera de 1526, en el aire de Sevilla flotaba un aroma de azahar, el que andando el tiempo se haría característico de la ciudad hispalense engalanada para las fiestas de su Semana Mayor, y más aún ese año porque en el ambiente se olia a boda y nada menos que a imperial boda.
Los novios, ambos nietos de los Reyes Católicos, arribaron a la ciudad con sus séquitos por separado, ya que a Don Carlos le retuvieron las negociaciones de paz con Francisco I de Francia. En efecto, la primera en acudir a la cita sevillana fue la Emperatriz (3 de marzo). Una semana más tarde, el día 10, realizó su entrada triunfal el Emperador, siguiendo el mismo itinerario que la reina había recorrido.
En Sevilla se dieron cita cientos de forasteros, que abarrotaban calles y plazas, ávidos de conocer a los jóvenes monarcas, y una lúcida representación de ingenios europeos atraídos por la creciente fama de la ciudad y por la magnificencia de la ocasión, entre los que cabe destacar a Baldassare Castiglione (nuncio de Clemente VII),Juan Boscán (ayo del futuro gran duque de Alba), Andrea Navagero (embajador de Venecia) y tal vez Garcilaso de la Vega (gentilhombre del Emperador).
En torno a las cinco de la tarde, el Emperador ‘vestido de un sayón de terciopelo con tiras de brocado, jinete en un caballo rodado de color de cielo y trayendo una vara de olivo en la mano (que era símbolo de la paz que acababa de concertar y a la vez homenaje y símbolo de Andalucía), llegó a la puerta de La Macarena. Tras jurar la observancia de los privilegios de la ciudad y recibir las llaves, se inició la regia cabalgata, amenizada por grupos de músicos estratégicamente situados a lo largo de las calles ornadas de ricos paños y tapicería, destacando los siete arcos triunfales, en los que se entrecruzaba la imaginería religiosa y mitológica, dedicados a las virtudes que encarnaba el propio Emperador: Prudencia. Fortaleza, Clemencia, Paz, Justicia, Fe y Gloria. Frente a la puerta del Perdón fue recibido por ‘los señores de la Iglesia con capas de brocados muy ricas” finalmente, el augusto monarca se encaminó hacia el Alcázar, en cuyo Oratorio los regios consortes recibieron con toda solemnidad las bendiciones nupciales de manos del cardenal Salviati, legado del Papa y según la crónica de Gonzalo Fernández de Oviedo, "pasó el Emperador a consumar el matrimonio como católico príncipe”.
Al día siguiente, Domingo de Ramos, la real pareja inició su participación en los actos de la Semana Santa y, una vez finalizado este tiempo penitencial poco proclive a las expansiones mundanas, se inauguró la temporada de celebraciones profanas y jolgorios adecuados a la magnitud del evento, en los que tomaron parte todos los estamentos. Fuegos artificiales, luminarias, cucañas, juegos de cañas y de sortijas, corridas de toros y representaciones teatrales. El propio Don Carlos tomó parte activa en las justas y torneos.
En la primavera de 1526, toda Sevilla era una fiesta y una íntima y hermosa historia de amor se gestaba en los Reales Alcázares. No obstante, pese a que el palacio se había acondicionado para la ocasión y pese a los indudables encantos del edificio, la inclemente climatología sevillana se impuso y Don Carlos y Doña Isabel decidieron mudarse a una residencia real más fresca para continuar su luna de miel, partiendo el 18 de mayo hacia la Alhambra de Granada.
M. A. M.
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