a muerte del alocado rey don Sebastián en Alcazarquivir(1578) dejaba a Portugal sin otro heredero que el anciano cardenal don Enrique, y abocado el reino a un grave problema sucesorio. El heredero más lógico, desde el punto de vista legal, era Felipe II, hijo de portuguesa y emparentado por todos los costados con la Casa de Avis; pero muchos lusitanos veían en aquella sucesión la absorción de un país-Portugal-por otro país-España-: hacía ya tiempo que se había perdido la conciencia de la unidad peninsular.
De aquí que muchos prefiriesen a don Antonio, prior de Crato, pese a tratarse de un heredero ilegítimo.
Felipe II supo manejar hábilmente los resortes diplomáticos, y se atrajo a la mayoría de los gobernantes portugueses, así como a la alta nobleza y a la burguesía de negocios, que esperaban de España la defensa del imperio ultramarino portugués y la libre entrada de la plata española, muy necesaria para los negocios coloniales.
Pero las clases media y baja, afectadas por un profundo sentido nacionalista, se negaban de todo
punto a la integración. Cuando murió sin testar el viejo rey don Enrique, Felipe II tuvo así que recurrir, contra su deseo, a la fuerza de las armas. La ocupación de Portugal, en 1580, fue una operación perfecta del duque de Alba, que penetró por Extremadura, amagó hacia el norte y, cuando parecía dirigirse hacia Oporto, cayó por sorpresa sobre Lisboa. El prior de Crato huyó a las Azores, apoyado por Francia e Inglaterra, y fue preciso organizar una expedición que conquistó aquellas islas (1582), después de derrotar a la escuadra aliada.
La unión ibérica estaba al fin lograda, y con ella la presencia de la monarquía católica en los cinco
continentes; fue entonces cuando empezó a decirse que en los dominios de Felipe II no se ponía el sol.
Pero aunque el rey extremó sus consideraciones con los portugueses, nunca se pudo borrar del todo la idea de la «invasión» española.
De aquí que muchos prefiriesen a don Antonio, prior de Crato, pese a tratarse de un heredero ilegítimo.
Felipe II supo manejar hábilmente los resortes diplomáticos, y se atrajo a la mayoría de los gobernantes portugueses, así como a la alta nobleza y a la burguesía de negocios, que esperaban de España la defensa del imperio ultramarino portugués y la libre entrada de la plata española, muy necesaria para los negocios coloniales.
Pero las clases media y baja, afectadas por un profundo sentido nacionalista, se negaban de todo
punto a la integración. Cuando murió sin testar el viejo rey don Enrique, Felipe II tuvo así que recurrir, contra su deseo, a la fuerza de las armas. La ocupación de Portugal, en 1580, fue una operación perfecta del duque de Alba, que penetró por Extremadura, amagó hacia el norte y, cuando parecía dirigirse hacia Oporto, cayó por sorpresa sobre Lisboa. El prior de Crato huyó a las Azores, apoyado por Francia e Inglaterra, y fue preciso organizar una expedición que conquistó aquellas islas (1582), después de derrotar a la escuadra aliada.
La unión ibérica estaba al fin lograda, y con ella la presencia de la monarquía católica en los cinco
continentes; fue entonces cuando empezó a decirse que en los dominios de Felipe II no se ponía el sol.
Pero aunque el rey extremó sus consideraciones con los portugueses, nunca se pudo borrar del todo la idea de la «invasión» española.
Bibliografía: Historia de España moderna y contemporánea. José L. Comellas
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