adrid, 1579 — Entre las personalidades femeninas de esta época sobre las que más tinta ha corrido figura la turbulenta doña Ana Mendoza de la Serna, princesa de Eboli, cuyas trapacerías y aventuras, reales o inventadas, han sido más pasto de novelistas que de historiadores. Los contemporáneos la describen como una mujer menuda y graciosa, de rostro muy bonito, si no fuera por un ojo bizco o dañado que ella cubría con un parche.
Comenzó a desempeñar un importante papel en la corte cuando era sólo dama de la reina Isabel de Valois. Santa Teresa, que estuvo en la casa de los príncipes para impulsar sus fundaciones, ha dejado un vívido retrato del temperamento de doña Ana. Fue también famosa por sus gustos y maneras plebeyas. A la muerte de su marido, pretendió entrar en religión, pero seis meses más tarde, el rey, cansado de escándalos, le ordenó que se hiciese cargo de la hacienda de sus cuatro hijos. De nuevo en la corte, se convirtió en la gran aliada de Antonio Pérez, a quien manejó frecuentemente.
Para obtener beneficio de su poder, la pareja organizó un provechoso tráfico de puestos —especialmente de obispados— y secretos oficiales, enredándose en intrigas con los rebeldes de Holanda y el reino de Portugal. Aunque se ha hablado de sus amores con el rey y Antonio Pérez lo primero es poco probable, y de lo segundo no hay pruebas.
Tras el asesinato de Escobedo y la caída en desgracia de Pérez fue encarcelada en la torre de Pinto y en Santorcaz. Pasó los últimos años de su vida retirada en Pastrana.
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