l terminar el Combate de Trafalgar, dejó abordo de buques maltrechos y en las costas de Cádiz, un sin fin de heridos, cadáveres y combatientes que ante sus ojos, se presentaba un destino incierto aturdidos por la desorientación y el horror que supuso el combate .
Los prisioneros españoles tomados por los británicos en el combate , excepto algunos oficiales, fueron devueltos inmediatamente y al parecer ninguno sería conducido a Inglaterra. Lo mismo ocurrió con los ingleses que marinaron las presas recobradas o que naufragaron en las playas gaditanas.
Sin embargo, con los prisioneros franceses hubo más reticencias y el trato fue diferente, a pesar de las gestiones realizadas en su favor por las autoridades españolas en cumplimiento de las órdenes del Príncipe de la Paz.
Unos 400 franceses, la mayoría heridos, fueron liberados en Algeciras, los días siguientes a la acción tras ser conducidos a Gibraltar,pero unos 2.200 serían llevados a la Gran Bretaña junto con los 3.150 de la división de Dumanoir y embarcados en pontones flotantes hasta 1815. Estas embarcaciones eran generalmente navíos antiguos o apresados de 74 cañones fondeados con cadenas en puertos como Medway, Portsmouth, Plymouth, Chatham, etc. Una minoría de los prisioneros fueron recluidos en tierra en viejos edificios, tales como Portchester Castle, cerca de Portsmouth, y el Edinburgh Castle, así como en la prisión de Dartmoor recientemente construida .
En los citados pontones los prisioneros ocupaban la batería baja custodiados por fuertes guarniciones. Los componentes de estas guarniciones eran por lo general los más miserables desechos de la milicia, lo que daba origen a muchas conductas criminales, disparando a menudo contra los prisioneros sin motivo aparente.
La estrechez de los alojamientos, el hacinamiento, el aire pútrido y extremadamente húmedo procedente de las aguas estancadas donde estaban situados los pontones, la absoluta falta de higiene, la escasez de vestuario y mala alimentación destruían rápidamente la salud de estos desgraciados, de tal modo que la estancia de los pocos que alcanzaban más de seis años en los
pontones les producía daños físicos y morales irreversibles. Un francés que estuvo prisionero en el navío-pontón Brunswick, fondeado en Chatham, escribió tras ser liberado «que hubiese sido más conveniente declarar que no se hiciesen prisioneros en el campo de batalla para no acabar con una muerte lenta una vida tan desgraciada».
Tanto a los vencedores como vencidos, a los que desaparecieron en las aguas del cabo Trafalgar a los que dejaron sus vidas posteriormente al combate como consecuencia de las heridas recibidas, así como a los que no sobrevivieron a las penalidades de la prisión, rindo hoy un homenaje por el espíritu de sacrificio, embarcados en aquellas moles de madera, repletas de artillería que descargaron sobre sus cuerpos y sus almas toneladas de muerte, a ellos que de una forma u otra han sido ignorados o al menos poco estudiado.
Los vencedores, porque lucían sus laureles frescos de una batalla magistralmente ganada, los que perdieron, porque, se debía de olvidar cuanto antes una tragedia de tanta envergadura. Se olvidó una vez más, la gesta personal, el sacrificio de tantos marinos que dieron su vida en la batalla, unos obligados por su condición de marino, otros obligados a embarcar por circunstancias que la vida los condujo hasta esos alcázares de muerte.Con el 200 aniversario de la batalla de Trafalgar, se ha vertido mucha tinta en libros, novelas y artículos ensalzando la victoria de unos y la derrota de otros, pero en escasísimas ocasiones, se menciona la gesta de aquellos marinos desconocidos, sin identidad, casi sin nombres, aquellos que con su sacrificio tiñeron de rojo las aguas del Castillo de Santa Catalina o las arenas doradas de la costa de Cádiz.
Los prisioneros españoles tomados por los británicos en el combate , excepto algunos oficiales, fueron devueltos inmediatamente y al parecer ninguno sería conducido a Inglaterra. Lo mismo ocurrió con los ingleses que marinaron las presas recobradas o que naufragaron en las playas gaditanas.
Sin embargo, con los prisioneros franceses hubo más reticencias y el trato fue diferente, a pesar de las gestiones realizadas en su favor por las autoridades españolas en cumplimiento de las órdenes del Príncipe de la Paz.
Unos 400 franceses, la mayoría heridos, fueron liberados en Algeciras, los días siguientes a la acción tras ser conducidos a Gibraltar,pero unos 2.200 serían llevados a la Gran Bretaña junto con los 3.150 de la división de Dumanoir y embarcados en pontones flotantes hasta 1815. Estas embarcaciones eran generalmente navíos antiguos o apresados de 74 cañones fondeados con cadenas en puertos como Medway, Portsmouth, Plymouth, Chatham, etc. Una minoría de los prisioneros fueron recluidos en tierra en viejos edificios, tales como Portchester Castle, cerca de Portsmouth, y el Edinburgh Castle, así como en la prisión de Dartmoor recientemente construida .
En los citados pontones los prisioneros ocupaban la batería baja custodiados por fuertes guarniciones. Los componentes de estas guarniciones eran por lo general los más miserables desechos de la milicia, lo que daba origen a muchas conductas criminales, disparando a menudo contra los prisioneros sin motivo aparente.
La estrechez de los alojamientos, el hacinamiento, el aire pútrido y extremadamente húmedo procedente de las aguas estancadas donde estaban situados los pontones, la absoluta falta de higiene, la escasez de vestuario y mala alimentación destruían rápidamente la salud de estos desgraciados, de tal modo que la estancia de los pocos que alcanzaban más de seis años en los
pontones les producía daños físicos y morales irreversibles. Un francés que estuvo prisionero en el navío-pontón Brunswick, fondeado en Chatham, escribió tras ser liberado «que hubiese sido más conveniente declarar que no se hiciesen prisioneros en el campo de batalla para no acabar con una muerte lenta una vida tan desgraciada».
Tanto a los vencedores como vencidos, a los que desaparecieron en las aguas del cabo Trafalgar a los que dejaron sus vidas posteriormente al combate como consecuencia de las heridas recibidas, así como a los que no sobrevivieron a las penalidades de la prisión, rindo hoy un homenaje por el espíritu de sacrificio, embarcados en aquellas moles de madera, repletas de artillería que descargaron sobre sus cuerpos y sus almas toneladas de muerte, a ellos que de una forma u otra han sido ignorados o al menos poco estudiado.
Los vencedores, porque lucían sus laureles frescos de una batalla magistralmente ganada, los que perdieron, porque, se debía de olvidar cuanto antes una tragedia de tanta envergadura. Se olvidó una vez más, la gesta personal, el sacrificio de tantos marinos que dieron su vida en la batalla, unos obligados por su condición de marino, otros obligados a embarcar por circunstancias que la vida los condujo hasta esos alcázares de muerte.Con el 200 aniversario de la batalla de Trafalgar, se ha vertido mucha tinta en libros, novelas y artículos ensalzando la victoria de unos y la derrota de otros, pero en escasísimas ocasiones, se menciona la gesta de aquellos marinos desconocidos, sin identidad, casi sin nombres, aquellos que con su sacrificio tiñeron de rojo las aguas del Castillo de Santa Catalina o las arenas doradas de la costa de Cádiz.
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